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Fu-Ching corta unas rodajas del embutido y se prepara un bocadillo. Masticando pensativo, sus ojos sombríos y misteriosos, alargados y lentos, lubricados con una ternura asiática, vagan por la estancia hasta dar conmigo.

Estoy hundido en una butaca, en el otro ángulo de la galería, cepillando furiosamente el par de maltrechos zapatos que he de llevar en mi primer empleo. Es curioso el papel que los zapatos y su cepillado, con crema o sin ella -como en este caso, que utilizo la saliva-, han jugado en mi vida emotiva. Sé que el Mago Fu-Ching me está mirando, pero me hago el longuis. Escupo en la puntera del zapato y froto con rabia.

Los ruiseñores de la nostalgia terminan a coro la canción y ríen y aplauden, abrazándose. Algunos se acercan a la mesa a por más vino; el pianista le cede el sitio a mi madre y ella da un traspié y se cae arrastrando una silla. Se parte de la risa. La ayudan a levantarse y entonces una de las vicetiples ataca melancólicamente la canción Perfidia. Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar. Mi madre se enternece aún más y busca al Mago Fu-Ching con la mirada. Y el mar, espejo de mi corazón, las veces que te he visto llorar…

El Mago Fu-Ching se llama en realidad Rafael Amat, ahora me acuerdo. Indiferente a las tiernas miradas de mi madre, ahora está de pie ante mí, tambaleándose un poco. El kimono y el gorro chino le sientan bien. Me sonríe, levanta un poco las manos y en ellas aparece súbitamente una baraja. Me dedica algunos juegos de manos con la baraja, mientras los demás siguen cantando junto al piano. Sonriente y refinado, con una gestualidad elegante y todavía llena de precisión, Fu-Ching mueve los largos dedos con endiablada rapidez y exhibe unos dientes podridos ofreciendo a mi consideración diversos números de ilusionismo y prestidigitación. El final de la canción Perfidia coincide con el final de los juegos de manos y los aplausos de los invitados se mezclan con las reverencias del Mago.

– Fu-Ching agladece los aplausos del distinguido público -dice inclinándose ante mí con las manos ocultas en las mangas del kimono-. Señolas y señoles, glacias. Glacias.

– Mielda y mielda -le respondo, y me levanto bruscamente tirando al suelo los zapatos y el cepillo. Le doy la espalda y entro en mi cuarto. Cierro con violencia, pero las risas y el jolgorio apenas dejan oír el golpe. El Mago, borracho, se queda mirando la puerta.

Me veo tumbado de espaldas en mi camastro arrimado a la pared, las manos cruzadas bajo la nuca y los ojos en el techo. Junto a la torcida lámpara de flexo de la mesilla de noche, mis novelas de la colección Biblioteca Oro y mi álbum de cromos de Los tambores de Fu-Manchú. Llegan las voces y las notas del piano desde la galería contigua. Oigo abrirse la puerta del cuarto, pero no vuelvo la cabeza. Sé quién entra.

Desde el umbral, manteniendo la puerta abierta, el Mago Fu-Ching me está mirando. Cierra la puerta y apoya la espalda en ella. Se mira las manos y flexiona los dedos varias veces, sonriendo con aire resignado:

– Todavía tengo los dedos ágiles, pero me falla… la memoria. Sí, el coco. ¿Has visto? Confundo los movimientos, mezclo los trucos… Estoy desentrenado.

Desea oírme decir algo y espera. Luego añade:

– No te enfades con tu madre. Se ha hecho mayor, y se encuentra sola. Debes tener paciencia con ella…

– ¿Como la que tuviste tú?

Me sale la voz a regañadientes, sigo sin mirarle.

– Yo soy el Mago Fu-Ching, el gran ilusionista.

Me incorporo y me siento al borde del lecho, cabizbajo.

– Si fueras un Mago harías desaparecer a todos esos gorrones.

El Mago pasea por el cuarto, gesticulando.

– ¡Oh! Puedo hacerlo en cuanto me lo proponga… Pero son nuestros amigos, y están sin trabajo. Algunas personas no hemos tenido suerte en esta vida, muchacho. ¡Qué le vamos a hacer!

Fu-Ching hace un esfuerzo por controlar su borrachera. Se alisa el pelo con la mano y, con gestos lentos y precisos, se quita el kimono y el gorro, dejándolos sobre una silla. Viste un raído traje gris. Me levanto y cuelgo el kimono y el gorro en una percha del armario, tratando las dos prendas con mimo. En tono más apaciguador, más vacilante, le digo:

– ¿Por qué no te quedas unos días?

– No serviría de nada.

– Siempre dices lo mismo…

– Tu madre está mejor sin mí.

Estoy ahora pensando en las muchas veces que mantuvimos este diálogo. Después venía siempre un largo silencio, que rompía yo:

– ¿En qué trabajas ahora? ¿Qué haces?

– Bueno… Ando por ahí. -El Mago enciende un cigarrillo con un largo mechero dorado y gestos que me fascinan-. Fu-Ching vive bien, no hay problema. Siempre puedo contar con los amigos.

Vuelvo a tumbarme en el camastro y él se queda allí de pie, mirándome. Embustero, pobre embustero. Llegan desde la galería las voces neuróticas atacando otra canción de moda en medio de algunos aplausos. Alguien desafina mucho.

El gran ilusionista mira al muchacho tristón y pensativo que tiene enfrente y se encoge de hombros.

– Fatal. Cantamos fatal, pero no hacemos mal a nadie. -Juega con el cigarrillo entre los dedos, lo hace desaparecer-. No has cenado. ¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de salchichón? Maribel lo ha traído del pueblo. Está muy rico…

– No quiero nada.

– Me disgusta verte así.

– ¿Cómo así?

– Me ha dicho tu madre que ya no vas a la escuela.

– Mañana empiezo a trabajar en el garaje del señor Prats.

– Vaya, eso está bien. Serás un buen mecánico.

Un silencio largo. Sin apartar los ojos del techo, junto las manos delante de la boca como si tocara la armónica y, ensimismado, como si estuviera solo, murmuro una melodía monótona y extraña que me acabo de inventar. Suelo hacer eso cuando estoy con la moral por los suelos, harto de todo.

El Mago me mira unos segundos sin saber qué hacer. Capto el chispeo de la tristeza en sus ojos enigmáticos, de oriental sonado, una sensación de abandono. Finalmente opta por dirigirse a la puerta y, cuando abre, oye mi voz:

– Padre.

Fu-Ching se vuelve. Me levanto del camastro, saco un duro del bolsillo y se lo ofrezco. Me mira con recelo.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Un trabajito extra. Cógelo.

– No, no…

– Cógelo.

El Mago duda unos segundos. Toma el dinero.

– Te lo devolveré. Tenlo por seguro.

– ¿Vendrás el sábado que viene?

Fu-Ching se me queda mirando unos segundos, pugnando siempre por mantenerse erguido y sereno. Sonríe.

– Está bien. Vendré a devolverte el duro y te enseñaré un truco nuevo…, si me acuerdo. ¿Conforme?

Palmea amistosamente mi hombro y sale cerrando la puerta. Oigo a mi madre cantando melancólicamente junto al piano: «… cuando silenciosa la noche misteriosa envuelve con su manto la ciudad…»

8

Ese tipejo, no sabía cómo llamarle, se paró en el umbral del dormitorio y dijo su nombre dos veces: Marés, Marés. Difícil saber si entraba o salía del sueño. Llevaba el sombrero garbosamente ladeado y su mano izquierda enguantada sostenía el otro guante de piel gris con suma delicadeza, como si fuera un pájaro muerto. Apoyó el hombro en el quicio de la puerta y gastaba un aire de guaperas antiguo, flamenco y socarrón.

– A las buenas noches.

Marés tardó en reaccionar.

– ¿Qué ocurre? -Encendió la lámpara de la mesita de noche, pero el cuarto siguió a oscuras y su sueño también-. ¿Quién es?

– Despierta, compañero.

Marés se frotó los ojos y protestó débilmente:

– ¿Tú otra vez? ¿Qué quieres?

– Norma Valentí nos espera.

– Que te crees tú eso.

El tipo sonrió desde las sombras mirándole de soslayo, el aire pistonudo. Marés reconoció el traje que llevaba, era suyo; un anticuado traje marrón a rayas blancas, muy gruesas, con la americana cruzada y dobladillo en los pantalones. Le sentaba fenomenal. Un charnego fino y peludo, elegante y primario, con guantes y mucha guasa, con ganas de querer liarla. Su pelo negro y rizado olía intensamente a brillantina. Después de observar a Marés con ojos burlones un buen rato, dijo:

– ¿Sigues obsesionao con esa mujé?

– Sigo.

– Te conviene hacer una locura, Marés.

– No puede salir bien. No insistas.

– Saldrá bien. Debes creerme, malaje -dijo entre dientes. Hablaba con un acento andaluz no muy convincente, pero la voz era extrañamente persuasiva, con una leve ronquera-. Tú déjame hacer a mí, saborío. Hablaré con esa mujé, y esa mujé volverá a tus brazos. Lo juro por mis muertos.

– ¿Me estás pidiendo que te presente a Norma?

– No hace falta. Yo me presento a ella y la camelo por ti.

– Estás loco.

– Digo. Pero vale la pena intentarlo. ¿Por qué no? No hay ninguna mujé en er mundo que no se pueda reconquistar una y otra vez, si uno se lo propone de veras, si la desea por encima de cualquier otra cosa. Pero antes de ser su amante, debes ser su amigo, su confidente…

– Ella no quiere ni verme.

– Iré en tu lugar. ¿O es que aún no lo has entendío?

– Ni siquiera sé cómo te llamas.

– Tampoco yo, todavía -esbozó una sonrisa meliflua y con el guante se golpeó suavemente el ala del sombrero-. Pensémoslo un ratito. ¿Quién soy yo? Podría ser tu amigo de la infancia descarriada, un tal Faneca. ¿Lo recuerdas?

– Nunca recuerdo nada mientras sueño -recordó incongruentemente-. Porque esto que me pasa es un sueño, ¿no?

– Tú verás.

– Me estás liando.

– Yo soy -dijo el elegante murciano sin hacerle caso-aquel chavalín llamado Faneca, un charneguito amigo tuyo que un día se fue del barrio en busca de fortuna y nunca llegó a nada… ¿Lo recuerdas o no, saborío? Ibais siempre juntos. Dos muchachos desarrapados y hambrientos que oyen silbar el viento de la posguerra en los cables eléctricos, en lo alto del monte Carmelo, sentados entre las matas de ginesta y soñando lejanías.