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– Me acuerdo, sí.

– Bien. Entonces ¿qué te parece mi plan? Ya sabes que tu Norma siente cierta debilidad por los charnegos. Recuerda aquella aventura fugaz que vivió con un limpiabotas y aquella otra con un camarero del Amaya…

– Sé lo que te propones. No saldrá bien. Gingiol

– Confía en mí, catalanufo.

A su espalda el pasillo estaba también a oscuras, pero llegaba un reflejo turbio y esquinado desde algún espejo o desde su remota niñez adormecida en el fondo del sueño, quizá desde el estanque de aguas muertas en el jardín de Villa Valentí, cuando de chavales saltaban la verja de lanzas y se llenaban los bolsillos de eucaliptos. Ahora podía ver la mitad de su sonrisa burlona, una patilla negra azabache y un ojo pinturero, verde como la albahaca. Ciertamente, un tipo resalado. Pero su idea era un disparate.

– Que no. Fuera -dijo Marés, y le arrojó el despertador a la cabeza. Desapareció el charnego y Marés se volvió bruscamente de espaldas y se arropó con la sábana.

9

– Cuxot, anoche tuve otra pesadilla -dijo Marés-. Soñé que entraba en mi cuarto y me llamaba a mí mismo por mi nombre. Era yo, pero casi no me reconozco. Yo estaba en la cama y al mismo tiempo estaba de pie en el umbral del dormitorio, vestido de chuloputas. Una pinta de charnego de caerse de espaldas. Pelo negro ensalivado, ojos verdes, patillas. Un moreno de verde oliva, oye. Un tipo de película, Cuxot. Me llamó cornudo. Dijo que se presentaría a Norma haciéndose pasar por un antiguo amigo mío del barrio… Pero era yo mismo disfrazado de murciano chuleta y estaba allí de pie dándome la tabarra otra vez, proponiéndome una especie de broma, un plan para presentarse a mi ex mujer y ligársela de nuevo.

– ¡Qué tío más pesado! -se lamentó Cuxot, sin precisar a quién se refería.

– ¿Y qué quieres que le haga?

– Pero si eras tú hablando contigo mismo, ¿por qué no te callabas?

– No podía.

– Es que si tú te callas, capullo, se acaba la discusión, porque no sois más que uno a discutir.

– No, somos dos.

– Pero lo dos sois tú. ¡Qué raro! -meditó Cuxot-. ¿Y entonces qué has hecho?

– Me levanté de la cama y me lavé los sobacos.

– ¿Y eso?

– Ahuyenta las pesadillas. Me acordé que de muchacho vendía tebeos de saldo en las esquinas del barrio con el antifaz de El Coyote o contorsionado como la Araña-Que -Fuma.

– Y qué.

– Nada. Me acordé porque había un chaval de Granada, un tal Juan Faneca, que le gustaba mucho El Hombre Enmascarado… Dice ese loco que podría ser él. Se fue del barrio a los veinte años con una maleta de cartón, dijo que se iba a trabajar a Alemania. Estuve a punto de irme con él y mandar a la mierda este país. Toda la vida me he arrepentido de no haberlo hecho… Después me desperté.

– ¿Y nunca has vuelto a ver a ese Faneca?

– Nunca.

– A lo mejor se ha hecho rico y ha vuelto.

– Después me desperté -repitió Marés, abstraído.

Cuxot suspiró:

– No hay Dios que te entienda, compañero.

Hoy Marés había buscado la compañía de Cuxot en una esquina maloliente de la catedral. En la escalinata picoteaban palomas. Cuxot era bizco, tenía la boca grande y una calva renegrida y poderosa que olía a sardinas de lata y que gustaba secretamente a las mujeres. Embutido en un abrigo de terciopelo azul, dibujaba retratos de señoras al carboncillo, copiándolos de fotografías, y le hacían muchos encargos. Su éxito no consistía en lograr un gran parecido con el original, sino en otorgarle a la mirada del personaje retratado una especial dignidad que sugería un estatus social superior.

Marés tocaba el acordeón sentado en el suelo, sobre hojas de periódico, con un cartel escrito a mano colgado en el pecho:

MÚSICO EN EL PARO

REUMÁTICO Y MURCIANO

ABANDONADO POR SU MUJER

En la explanada frente a la catedral merodeaban gitanas pedigüeñas con criaturas en brazos. Viniendo del callejón, el viento helado de febrero formaba remolinos y arrastró una blanquísima bolsa de plástico hacia la escalinata. Con una melancolía súbita, Marés constató la blancura inmaculada, etérea, del plástico a merced del viento. Salían y entraban de la catedral pausadas señoras con mantillas y abrigos negros, el cielo estaba desplomado y gris. Un mendigo derrotado por los años y las penas, la mugre y el rencor tendía la mano a las beatas.

Soy un músico zarrapastroso y perdulario -pensó Marés-, pero lo soy solamente por horas. La bolsa inflada parecía de nieve, se alejó perseguida por un zureo de palomas. Cuxot dibujaba sentado en su silla de tijera. Marés tocaba Siempre está en mi corazón, las monedas tintineaban entre sus piernas.

Más tarde apareció Serafín con una botella de vino y Cuxot y Marés hicieron una pausa en su trabajo y bebieron unos tragos. Serafín era un jorobado que vendía lotería y tabaco en el Raval. Tenía unas manos pequeñas y bonitas y lucía un lustroso pelo negro ondulado con raya en medio.

– Mi prima Olga me ha invitado a cenar -dijo muy contento.

Un marinero que pasaba en este momento acompañado de dos chicas se quiso hacer el gracioso y tocó la chepa de Serafín. El jorobado se enfadó y luego se deprimió, cogió su botella y regresó a las Ramblas.

Marés volvió a su acordeón y a sus boleros.

– ¿Otra vez con esa monserga sentimental? -gruñó Cuxot.

– Otra vez el loco amor después de tanto tiempo -se lamentó Marés-. Tu vida y mi vida, Norma. Recuérdame. Solamente una vez. Perfidia. Siempre está en mi corazón, otra vez, otra vez…

– Vamos, no seas niño -dijo Cuxot-. No hagas pucheros en la calle.

– Yo lo hago todo en la calle.

– Ella no quiere verte y tú darías diez años de tu vida por tenerla un minuto a tu lado. A que sí, tontolaba.

– Déjame en paz, Cuxot.

– Todo esto te pasa por haberte casado con una mujer riquísima. Con alguien que no te correspondía.

– La amo y sanseacabó.

– A tu edad… Debería darte vergüenza.

Marés aplastó la cara en el acordeón. Cuxot insistió:

– A tu edad, uno puede volver a enamorarse, no digo que no. No me parece decente, pero bueno… Uno puede incluso convertirse en un mamarracho y hacer el ridículo por amor. ¡Pero enamorarte otra vez de tu mujer, de la misma mujer…!

– Nunca he dejado de quererla. Nunca. ¡Ay qué dolor! -El acordeonista metió la zarpa por debajo del pasamontañas y se arrancó un mechón de pelos-. ¡Qué dolor más grande! ¡Cómo sufro!

Cuxot siguió manejando el carboncillo sin prestarle atención. Después dijo:

– ¿Dónde comemos hoy?

– Me da igual.

– ¿No te da vergüenza, llorar en la calle?

– Cierra la boca. Estoy interpretando a Lecuona.

Sobre su cabeza aleteaban las palomas y oía el rumor de la ciudad como el de una fronda remota o un gran río ensimismado, como el zumbido de un verano en Villa Valentí, cuando él y Norma eran felices. Poco después tenía ante sí un corro de mirones, gente apacible que se disponía a visitar la catedral o que ya lo había hecho, y que se paraba a leer su cartel sobre el pecho con una atención casi filosófica, algo socarrona.

Marés se sorbió las lágrimas y anunció:

– Respetable público, seguidamente voy a interpretar para todos ustedes Noche de ronda.

– Exxxxxchsssss… -hizo Cuxot.

Su repertorio habitual en esta zona urbana, alrededor de la plaza del Rey, la catedral y la plaza de Sant Jaume, siempre fue a base de Mozart y Rachmaninov y algo de Pau Casals, pero últimamente los viejos y románticos boleros le obsesionaban. El acordeón empezaba a tener demasiados años, pero sonaba bien, era un Hohner ligero y más sentimental de lo conveniente. Norma, Norma… Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón.

Cuxot utilizaba como reclamo sus retratos apoyados en la pared. Eran relamidos retratos de estrellas de cine muertas y de pías damas barcelonesas con mantilla y supuestamente vivas, y entre ellos había uno de Norma Valentí i Soley, ex señora de Marés, copiado de una foto que el acordeonista callejero llevaba siempre en la cartera. Era un dibujo yerto y frío y en él Norma seguía pareciendo feúcha con sus ojos almendrados detrás de los gruesos cristales de las gafas, su boca grande y sensual, su larga nariz montserratina y su pelo rizado y antiguo, una combinación extraña, tan difícil de explicar en Norma: no que fuese fea, pero que lo pareciese -del mismo modo que no parecía una mujer rica, y sin embargo lo era, y mucho-. Aunque el parecido del dibujo con la Norma real era escaso, este pintor fracasado y borrachín había captado la sutil luminosidad anacarada de la piel de Norma. A Marés no podía escapársele ese detalle porque el nácar de la nalga respingona -su mujer girando desnuda junto a la lámpara de la mesilla de noche, echándose un valium a la boca y mirándole con furor, en la confortable alcoba de Villa Valentí, diez años atrás-se había instalado entre sus recuerdos como el primer compás de Perfidia. Estas últimas semanas, por otra parte, sentía su loca pasión por ella con tal intensidad que a menudo se despertaba en la cama a medianoche gritando su nombre con desesperación: «¡Norma! ¡Norma!»

– ¡Qué música empalagosa y boba! -gruñó Cuxot-. ¿No puedes tocar otra cosa?

Tatuaje. Mirando el mar. Dos cruces. Esta última pieza la tocó sujetando el acordeón con los pies descalzos, y siguió llorando desconsoladamente, hundiéndose más y más en el fango del impudor y la desvergüenza. Esta curiosa habilidad, tocar el acordeón con los pies, causaba mucha pena a los viandantes. ¡Pobre -pensaban-, además de charnego, contrahecho! Esguerrat! Una lluvia de monedas caía sobre la hoja de periódico.

10

Invitaron a Serafín a comer en una tasca de la calle Sant Pau y pidieron macarrones y ensalada. Cuxot hizo descorchar una polvorienta botella de Rioja y Marés comentó una vez más su sueño de cada noche con el murciano dicharachero de largas patillas y ojos verdes, su otro yo. Insiste en seducir a Norma, dijo cabeceando pensativo, se las da de irresistible.