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Tras sacar su equipaje, Carrie sacó el monedero y pagó al joven.

– ¿Cuándo sale el próximo vuelo? -preguntó Carrie.

– Cuando Pete despegue -replicó el chico, señalando el avión.

– Debe de haber más de una compañía aquí.

– No. Bueno, algunas veces, si hay más de un avión aparcado aquí. Pero no se preocupe. Pete la llevará a donde usted quiera por un precio justo.

– De acuerdo -replicó Carrie, tomando su maleta. -Voy a comprar mi billete.

Carrie inspeccionó la pista de aterrizaje, cortada entre la espesa vegetación que la rodeaba y la caseta de metal que había al final de esta. Lo único que indicaba que aquello era un aeropuerto era el indicador de viento. Aparte de eso, aquella pista parecía más bien un terreno de labor.

A continuación, ella empezó a andar a través del raído asfalto, tirando de las maletas como podía. Cuando llegó al avión, sudorosa y cubierta de polvo, pudo inspeccionar de cerca su medio de transporte. El avión parecía estar hecho de trozos de chatarra pegados con cinta adhesiva. Había arañazos y golpes por todo el fuselaje y una de las ruedas estaba pinchada.

De repente, desde el otro lado del avión, oyó el murmullo de una voz, pero no pudo distinguir las palabras. Inclinándose por debajo del avión, vio un par de desgastadas sandalias y unos calcetines dados de sí.

– ¡Perdone! -exclamó ella.

– Tercer tee, Pebble Beach.

– Estoy buscando a alguien que me lleve a Miami -dijo Carrie, rodeando el avión. -El chico que me ha traído en el taxi me ha dicho que usted puede hacerlo.

Al ver al piloto, Carrie se detuvo en seco. El hombre, vestido con una llamativa camisa hawaiana, no le estaba prestando ninguna atención. En vez de eso, hacía rodar una pelota de golf delante de él, la miraba durante unos segundos mientras masticaba el cigarro que tenía en la boca y luego la golpeaba con el palo de golf. Cada uno de sus golpes se veía seguido de un murmullo.

Tenía la cara muy dorada por el sol, como la mayoría de la gente de la zona. Lo único que le daba un aspecto un poco respetable era el pelo gris que le asomaba por debajo de la gorra de béisbol y las alas doradas que llevaba prendidas en la camisa.

– ¿Es usted el piloto? -preguntó Carrie.

– Teniente coronel Pete Beck, de la Marina de los Estados Unidos. Jubilado -añadió, mientras estudiaba otra bola y la golpeaba. -Tee número diecisiete, Augusta. Hay otros pilotos por aquí -dijo, por fin dirigiéndose a ella, -pero yo soy el único que está por aquí ahora. Este avión es todo mío. Comprado y pagado.

Carrie volvió a mirar el avión, añorando el mostrador de primera clase de Delta y un billete a casa en primera clase en un brillante avión. Sin embargo, el teniente Pete era su único medio de transporte a Miami, a no ser que quisiera tomar otro barco.

Ante aquella perspectiva, Carrie decidió que un corto vuelo con un aviador obsesionado por el golf era mejor que ir en barco… o volver a encontrarse con Dev Riley.

– ¿Puede llevarme a Miami?

– Puedo llevarla a cualquier parte, si tiene dinero suficiente.

– ¿Cuánto? -preguntó, contando mentalmente el dinero que llevaba en efectivo. Pete no parecía el tipo de hombre que aceptara American Express.

– Cuatrocientos -dijo por fin el hombre, después de calcular mentalmente el dinero y las ganas que ella tenía por abandonar la isla.

– ¿Cuatrocientos dólares? -preguntó Carrie, asombrada. -¿Por un vuelo de treinta minutos, solo de ida? Florida Air vuela desde el Cayo Oeste a Miami, lo que está el doble de lejos, por solo ciento cincuenta dólares. Y es billete de ida y vuelta.

– Bueno -se mofó Pete. -Yo no soy Florida Air, señorita. Y tampoco estamos en el Cayo Oeste, ¿verdad? Además, ocurre que necesito justamente cuatrocientos dólares para poder hacer dieciocho hoyos en un pequeño y maravilloso club de golf que hay en West Palm Beach. Lo toma o lo deja.

– Escuche señor -exclamó Carrie, dejando las maletas en el suelo y tomando al hombre por la camisa. -Necesito salir de esta isla y usted es el único modo que tengo de hacerlo. Usted va a llevarme a Miami por un precio razonable si no quiere que tenga un ataque de nervios en su maldita autopista. ¿Nos vamos entendiendo?

Durante un momento, Carrie pensó que el hombre podría ceder, pero luego endureció la mandíbula y entornó los ojos.

– Trescientos -bufó el hombre. -En efectivo. Ese es mi último precio.

Con eso, volvió su concentración a su palo de golf y siguió tirando bolas por la pista. Carrie inspeccionó el avión y luego al piloto y sopesó las opciones. Tenía trescientos dólares en la cartera, pero, por principios, no podía pagar una suma tan alta por un vuelo. Y ella sabía mejor que nadie el valor del transporte entre dos puntos cualquiera del planeta.

Por trescientos dólares era capaz de pasar otro día con Dev Riley. Aquella le parecía la mejor de las opciones que tenía. Al menos no correría el riesgo de estrellarse con un piloto que estaba más preocupado por el golf que por el estado de su avión.

– Trescientos dólares es demasiado -dijo carne por fin, esperando que él se aviniera a negociar.

– Como usted prefiera.

– Bueno, en ese caso, voy a volver al club de yates. Mi barco me está esperando allí. Si puedo usar su teléfono para llamar al taxi, yo…

– No puede llamar a un taxi.

– ¿Es que no piensa dejarme utilizar el teléfono?

– Lo haría si tuviera uno, viendo lo mucho que me está molestando.

– Entonces, ¿cómo voy a regresar?

– Supongo que lo tendrá que hacer andando.

– ¿Cómo va usted normalmente a la ciudad? -preguntó Carrie.

– Mi sobrino viene por aquí de vez en cuando y, entonces, consigo que me lleve.

– ¿Cuándo va a regresar?

– No sabría decirle -dijo el piloto, encogiéndose de hombros. -Me parece que, si quiere volver a la ciudad, es mejor que empiece a andar. Está a poco más de un kilómetro, pero hace mucho calor por las tardes.

Completamente desesperada, Carrie recogió sus maletas y se marchó.

– Esto no me puede estar pasando -se decía. -No he aterrizado en otra dimensión en la que las vacaciones son una forma de tortura. Solo estoy pasado por… un mal día. Eso es, un día realmente malo.

Mientras se afanaba con el equipaje a lo largo de la carretera, se dijo que si hubiera sido más encantadora, tal vez hubiera podido alcanzar un acuerdo con el teniente coronel Pete. Para cuando llegó a la carretera principal que llevaba al club de yates se sentía completamente agotada. El vestido de algodón se le pegaba al cuerpo y el polvo le cubría todo el cuerpo. Había caminado unos doscientos metros y el equipaje le pesaba tanto que se sentía tentada de dejarlo y seguir su camino sola. Sin embargo, sabía que si lo dejaba, no lo volvería a ver.

Un poco más adelante, oyó el ruido de un camión. Se detuvo y empezó a hacer señales al conductor para que parara. Cuando al final lo hizo, Carrie se dirigió a la cabina con su mejor sonrisa.

El hombre que había dentro podría haber pasado por hermano del teniente Pete, con la excepción de que llevaba un sombrero de paja en vez de la gorra de béisbol. Una nube de humo le rodeaba la cabeza, proveniente del cigarro que llevaba entre los dientes.

– Necesito ir al club de yates. ¿Puede llevarme?

– Tengo que llevar esos pollos al aeropuerto. Los va a recoger el flete dentro de veinte minutos.

– Si da la vuelta, le pagaré bien. Cincuenta dólares, en efectivo.

– Puede montar en la parte de atrás -replicó el hombre después de pensárselo.

Carrie frunció el ceño. No había asientos en la parte de atrás. Y un perro enorme ocupaba el asiento del pasajero. Entonces, se dio cuenta de que se tenía que montar en la zona de carga. Sin embargo, como sabía que no le quedaba opción, aceptó y se montó, junto con su equipaje, entre las jaulas de pollos. Estos la recibieron con gran alboroto, piando y aleteando. El olor que provenía de las jaulas estuvo a punto de hacerla desmayar y las plumas, que flotaban por todas partes, se le pegaban a la piel y al pelo.