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Tal vez lo que tenía que hacer era animarse un poco la vida. Tenía casi treinta años y se había pasado los últimos doce meses soñando con un hombre que jamás podría tener. Ya iba siendo hora de que saliera al mundo. Tenía que haber al menos otro hombre como Dev Riley esperando a la mujer de sus sueños.

– Entonces, ¿qué vas a hacer, Carrie Reynolds? ¿Tengo que recordarte que vas a cumplir treinta dentro de dos meses? ¡El mundo te está esperando!

– Lo pensaré -replicó Carrie. -Ya te lo diré.

– ¿A lo largo de la mañana?

– Esta semana.

– Tiene que ser hoy -insistió Susie. -¡El resto de tu vida tiene que comenzar hoy mismo!

Si no estás metida en un avión al final de la semana ya no me preocuparé más por ti.

Susie salió del cuarto de las fotocopiadoras, dejando a Carrie para que considerara aquella sugerencia. En realidad, Carrie ya había intentado cambiar su vida. La permanente había sido el primer paso, una decisión espontánea de la que se había arrepentido. En realidad, llevaba días pensando en pintar la casa de nuevo o tal vez en comprarse otro coche. Sin embargo, la preciosa fotografía del salón de belleza de la esquina le había nublado el sentido común. Una parte de su corazón había esperado que un nuevo estilo en el peinado le sirviera para tener más confianza en sí misma. Y que lo hiciera más atractiva para el sexo opuesto.

Si de verdad quería un hombre como Dev Riley tendría que convertirse en el tipo de mujer que él deseaba: arriesgada, segura de sí misma. Una mujer de mundo. Una mujer que pudiera hablar de cualquier cosa y que no se atiborrara de donuts cada vez que se sentía deprimida.

– Lo haré -murmuró Carrie, tirando el donut a la basura. -¡Lo haré, aunque haga el ridículo intentándolo!

Para cuando el taxi llegó al destino de vacaciones de Carrie, ella estaba deseando echarse una siesta. El vuelo a Miami había sido un infierno. Solo era la tercera vez que Carrie tomaba un avión en toda su vida. Desde que despegaron, no se había retirado la bolsa de papel de debajo de la barbilla, e intentando olvidarse de las náuseas, se había concentrado en Serendipity, el lujoso complejo turístico para solteros que Susie le había reservado.

Había tardado unos días en decidirse, pero finalmente había aceptado el destino de vacaciones que Susie había elegido para ella. ¿Qué podría ser mejor para empezar sus prácticas que un lugar lleno de solteros?

Carrie había estudiado tantos folletos de viajes durante tantos años que se podía imaginar el lugar con toda claridad: palmeras meciéndose con la brisa del mar, el ruido del océano, un balcón con vistas a la playa y todo lo necesario para mimarse todo lo que quisiera.

Tal vez incluso podría salir de su habitación para echarles un vistazo a los solteros. Tendría que asegurarse de conseguir unas buenas historias y unos cuantos hombres guapos que describir para poder contárselo a Susie. Tal vez no era el vuelo lo que le hacía sentir náuseas sino las perspectivas de tener algún tipo de relación con el sexo opuesto.

Incluso, tal vez fuera la velocidad a la que se movía el taxi por la carretera. Cuando finalmente salió del caluroso coche para encontrarse con el húmedo calor de Miami, creyó estar a punto de desmayarse.

– Esta es la razón por la que no viajo -murmuró ella, ajustándose el sombrero de paja a la cabeza.

Todas aquellas sensaciones la hacían sentirse fuera de su elemento. Mientras intentaba recuperarse, el taxista le sacó el equipaje del maletero y se lo puso a los pies para luego ponerse a buscarle un botones. Pero no había ni uno solo a la vista… probablemente porque tampoco había complejo turístico. Estaban aparcados al lado de un paseo marítimo brillantemente iluminado.

– Esto no es «Serendipity». Se supone que hay un complejo hotelero con montones de… habitaciones.

– Pues es esto -insistió el taxista, mirando el bloc de notas. -Esta es la dirección que se me ha dado. Esto es la Miamarina.

– Pero aquí no hay ningún complejo turístico -dijo ella, mirando a su alrededor. -Tiene que haber un error.

– Allí hay una señal, sobre esa valla, que dice Serendipity. Tal vez haya un barco para llegar al complejo turístico.

– ¡No! Barco no. Ya he tenido bastante con el avión. No pienso subirme en un barco.

– Bueno, señorita. Yo tengo que volver al aeropuerto. Puedo volver a llevarla al aeropuerto o puede quedarse aquí. Usted elige.

Carrie se mordió los labios. Había llegado muy lejos para tener una aventura. No podía echarse atrás por tener que montarse en un barco. Susie jamás le permitiría olvidarlo.

– Me quedo -dijo por fin, despidiendo al taxista. -Estaré bien.

El taxi se alejó a toda velocidad. Carrie suspiró. ¡Menudo modo de empezar las vacaciones! Se sentía mal, tenía calor y un fuerte dolor de cabeza, y encima se tenía que montar en un barco antes de poder tomarse una ducha y echarse una siesta. Menos mal que la gente no llevaba tan mal lo de los viajes como ella, si no, su negocio daría en quiebra enseguida.

– A la gente la encanta viajar -se aseguró. -Se supone que es divertido. Yo me estoy divirtiendo.

Carrie se pasó los dedos por el pelo, cenando los ojos con disgusto al notar los nudos. Se había pasado tres días arreglándose para su gran aventura. Se había aclarado el pelo del habitual color pardusco a rubio y se lo había cortado por los hombros. Las chicas del salón de belleza le habían depilado las cejas por lo que, cuando se marchó, Carrie no se conocía a sí misma.

Luego se había pasado un día entero en un centro comercial. Se gastaron cientos de dólares en prendas veraniegas. Después fueron al apartamento de Susie y lo metieron todo, junto con algunas cosas de Susie, en las maletas de diseño de ésta.

Carrie se frotó los ojos. Incluso se había animado a sacar las lentillas que se había comprado el año anterior, esperando mostrar los ojos azules que su peluquera consideraba maravillosos. Sin embargo, Carrie no estaba dispuesta a dejarse engañar. Ni todas las estilistas ni las peluqueras del mundo podrían convencerla de que era guapa.

Ella tenía unas curvas demasiado rotundas para estar de moda. Y era demasiado baja. Tenía el pelo indomable y los rasgos del montón. Ella era lo que todos los hombres coincidirían en denominar «una mujer corriente». Y eso sería si algún hombre se dignara a mirarla.

Tal vez ella tenía la culpa de aquella situación. Ella siempre había pensado que cuando apareciera el hombre adecuado, sería capaz de reconocer sus atributos positivos y vivirían juntos para siempre. Sin embargo, después de su loca atracción por Dev Riley, se había visto obligada a admitir que si quería tener alguna oportunidad de conseguir el amor y el matrimonio, tendría que hacer algunos cambios en su vida. Tendría que dejar de ocultarse detrás de ropas que no la favorecían y de sus gafas. Tendría que aprender a ser encantadora e ingeniosa, a actuar con confianza aunque no sintiera ninguna.

Aquel era el propósito de aquellas vacaciones. Practicar en un lugar en el que no tuviera que preocuparse por encontrarse con alguien conocido. Tendría que tragarse sus inseguridades y sus miedos. Tal vez así, cuando volviera a casa, tendría en su vida algo más que su trabajo.

– ¡A bordo!

Carrie levantó la vista y vio un hombre de pelo blanco, vestido con unos pantalones cortos, una camisa y una gorra también de color blanco. Estaba de pie al lado de un carrito cargado de helados. Era un vendedor de helados. ¡Lo que daría ella por tomarse un helado, o tal vez dos, en aquellos momentos!

– ¿Es usted la señorita Reynolds?

Ella se cubrió los ojos con la palma de la mano, para protegerlos del sol, y contempló al hombre. ¿Cómo era posible que un vendedor de helados supiera su hombre?

– Soy el capitán Fergus O'Malley -añadió el hombre, con un fuerte acento irlandés. A pesar de ser un rudo marino, tenía aspecto bonachón.

– ¿Capitán Fergus? Capitán Fergus, ¿tiene helados de chocolate y menta? ¿O almendrados? Hasta me vale un simple helado de fresa. Eso sí, de dos bolas.