Roberto Arlt
El Amor Brujo
La voluntad tarada
De allí que Balder oscilara entre los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente solicitaba en él compañía femenina, que rechazaba casi inmeditamente de obtenerla. Las mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su existencia. Donde se imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba, pensaba impaciente:
– Es ésta. -Luego reconocía que se había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de ellas con agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de groserías inconcebibles.
MERGEFIELD Día tras día, esperaba algo nuevo. Traté con toda clase de mujeres, incluso fui transitorio amante de prostitutas, pero después de la explosión de su hastío, repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de rencor, como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en el que se consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su corazón dio un salto tremendo. Creyó identificarla. Era MERGEFIELD ella, más cuando la jovencita escapó a su voluntad, él se sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su vida gris.
Pasaban meses sin que la imagen de la colegiada tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la despertaba flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo contempló absorta.
Reconstruía con alegría el espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminablemente, le narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente sin un objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender intereses estimables.
La única mujer engañada de continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por hábito analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el caso de Irene una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué causas lo inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le MERGEFIELD conviniera no investigar nada.
Estas inhibiciones de voluntad no le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el interés que le inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente careciera de fortaleza para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías, asumía procederes de criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí mismo, de un hecho que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza de Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree se puede designar MERGEFIELD presentimiento. Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la conducta de Estanislao era más absurda que la de cualquiera que necesitando imperiosamente una riqueza se niega a obtenerla en el momento que está al alcance de sus manos.
Semejantes algunas de voluntad y de lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo de lo subconsciente, cuyos ojos invisibles han discernido la Verdad. Y sin embargo, de primera impresión, nos sentimos inclinados a clasificar al individuo como un demente y si extremamos indulgencia, como un desequilibrado.
No es posible catalogarlo de otra manera, de acuerdo a los cánones de psicología experimental.
Lo que trato de demostrar, es que la psicología experimental se equivoca.
Existen en el hombre o en su alma, quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder de discernimiento, que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de laboratorio, es más primitiva y grosera que el juego de un principiante de quinta categoría de ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin estímulos y rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a la joven distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría hasta convulsionarle la vida, si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña inercia repleta de expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
– Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como si temiera los efectos de lo deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para obtenerlo, sino que hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en que se repitió todos los días:
– Sí, algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Por su parte, Balder no trataba de acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al salir de la oficina se enquistaba en un café pensando que algún día…
Mueve a risa un perezoso divagando de esa manera. Como todos los ineptos, era extraordinariamente pagado de sí mismo. A los que tenían la curiosidad de escucharlo los amenazaba con realizar planes estupendos:
En este país no existían arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que substituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre, aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para cargas de cinco mil toneladas, pesadas, babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino, espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin personalidad.
Sus compañeros se reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo a los estudios de la óptica moderna, colorarían los cristales, de manera que los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática del arco iris, las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se apartaba de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con un teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto de ganado. Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente aspiraban a ganar dinero, u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en su idea fija:
– Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como este pensamiento lo repetía varias veces al día, se convirtió en una idea fija que indirectamente excusaba su no acción.
¿En qué consistía lo extraordinario para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de periódicos, extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al Luna Park, subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y ponerlo MERGEFIELD knock out de un MERGEFIELD uppercut a Víctor Peralta en el primer round. Lo extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de un choque externo, y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera realizar sueños de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes. Ser dueño de una voluntad de acero.