No es menos ilógico este deseo de un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en derrotarlo a Víctor Peralta por MERGEFIELD knock out en el primer round.
Afirmo que para satisfacer sus deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a lo que se puede suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta generación de escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no exista hombre inteligente que en cierta etapa de su vida, no haya deseado que el diablo existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos semejantes, son sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder, se repiten dos mil veces al año, que MERGEFIELD algo extraordinario tiene que acontecer en sus vidas.
Claro está, que todos, llegado el fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían espantados. Otros quizá, los más audaces, le propusieran un equívoco trato MERGEFIELD ad referendum, con el innegable propósito de hacerle trampa en el momento de pagar. A este último grupo de jugadores tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos: Balder no se representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología católica. No. El demonio constituía para él, la suma de una serie de fuerzas oscuras, indefinibles, que de personalizarse revestirían la figura de un financiero, cierto desalmado de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de atleta, enfundado en un jacket con solapas de raso, aparece recuadrado por una ventana metálica sobre un fondo enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias, inteligencia, voluntad, se transmitían al contratante, y Balder no dudaba por un instante de la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en encontrar un secreto (que indudablemente existía) para ponerse en contacto con ella. El hombre es capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía, ¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno, ponerla en marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un MERGEFIELD secreto. Los que lo poseían, sonriendo con suficiencia irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza como indicando que la moneda con que debía pagarse tal MERGEFIELD secreto era sumamente ardua, y Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la indolencia, diciéndose confiado:
– De cualquier manera algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo. Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que MERGEFIELD tenía condiciones; lo reveló ante ciertos problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa observaba de lejos el camino de otros más fuertes.
Bien hubiera querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el impulso primero que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para realizarlos.
En tanto, el fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos torpes.
A pesar de que no tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al caminar arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de frente dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se cantoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas de tinta.
Además echaba vientre.
Tal era su estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
– ¡Oh, si se pudiera firmar un contrato con el diablo!
Y lo notable es que hubiera suscripto el pacto con el demonio.
Es de creer por momentos que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la desesperación.
Lo salvaba el espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a los peores infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a ellos con devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para que lo salvaran de la muerte.
– ¡Oh, tú, demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte un contrato. Cierto es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo, ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, MERGEFIELD un acontencimiento, lo salvaría. ¿De qué modo? No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas. Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su envoltura física, torcida y fatigada, se desprendería como la piel de una serpiente, y él surgiría ante los seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte que un dios creador.
Se adormecía con ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que estaba adormecida en otra cama: