– Soy un dios que cruza anónimo por la tierra.
Transcurrían los meses.
A intervalos tuvo relaciones con mujeres.
Se desengañaba en juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco demostraba aptitudes para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma facilidad que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la monotonía de su vida con resignación de cadáver.
En ciertas circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban, abandonada todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban MERGEFIELD amorosas.
Junto a su esposa se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra mujer, si por una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a convivir.
Analizaba a su mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas, vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad. A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus desdichadas servidoras.
MERGEFIELD Estas mujeres tienen que ser hecha pedazos por la revolución, violadas por los ebrios en la calle, se decía a veces Balder.
Su esposa, como otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa, pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado, o en la pantalla calcada en la matriz de una hoja arrancada de la revista Para Ti o El Hogar.
Su mujer bordaba excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e indiferente.
¿Qué relaciones existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?
Las mujeres de sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que tarde o temprano un colega de Balder, se le acercara diciéndole:
– ¿Sabés?, me estoy enamorando de mi querida.
Estanislao los examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo malévolamente le decía:
– ¿Y en la cama de tu esposa no desparramas nardos?
¿Y Gonzalo Sacerdote? Cuando hablaba de MERGEFIELD ella tartamudeaba de felicidad, se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror se preguntaba Balder:
– ¿Pero qué vida viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de que ellos alardean?
No eran ni lo uno ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:
No podían vivir sin ilusiones.
Se casaron jóvenes, y pronto las ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una base moral que les impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban. Así creía Balder al principio. Luego constató que tal base moral no existía. Ellos sabían que de abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran terminado por hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto a la esposa.
Incluso en algunos de ellos identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía menos de analizar, llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna de esas mujeres era responsable del hastío de su marido, de la desolación arenosa de la vida de hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como sus esposos. Vivían casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la cual el esposo entraba por excepción.
Esas mujeres honestas (sin dejar de serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales, hambre de aventuras, sed de amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una que otra se hubiera apartado de la línea recta.
La conciencia de ellas estaba estructurada por la sociedad que las había deformado en la escuela, y como las hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más terrible, satisfacían las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la generación del año 1900.
Para substituir la ausencia de vida espiritual (el religiosismo en su forma de culto es olvidado por las mujeres en cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas novelas fáciles, más se interesaban por las intrigas de actrices de la pantalla, y cavilaban sus escándalos y los de sus galanes cuyos adulterios ofrecían a estas imaginaciones reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario. Allí no podían entrar los esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina tampoco encontraban paso estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en monotonía, de la misma manera que sus maridos. La diferencia consistía en que ellas no disfrutaban de ningún derecho.
Encadenadas por escrúpulos que la seducción burguesa les había incrustado en el entendimiento, lo soñaban todo, sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer algo, como ponían ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que caracteriza la falta de MERGEFIELD training en el pecado.
Balder analizaba los problemas que se ofrecían a sus ojos, buscando características de su personalidad a través de ellos.
¿Era un monstruo? ¿Era un sensual?
No amaba a ninguna de sus amantes, y alguna de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se encogía de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino porque comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado de amor.
Casi todas esas muchachas (sus amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana burguesía. Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios empleados o comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía confundir con el frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana burguesía. No frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera sido en desmedro de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En ciertas circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la semiburguesa de la aristócrata, como era establecer las diferentes fachadas de las casas ocupadas por esta gente.