La finalidad de estas jóvenes era casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres, y casarse luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de estos machos y de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento era casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando sentimiento de afecto, que le permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de posición. Ellos no. Se casaban MERGEFIELD cuando no podían más.
Las que perdían notoriamente la virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras mujeres que llegaban vírgenes al matrimonio, unas MERGEFIELD perdidas. Si estas perdidas conseguían casarse, la gente no tenía inconveniente en tratarlas, restituirles su afecto e intimar con ellas. A las mujeres honestas les agrada escarbar en los recuerdos de estas otras. Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de dichos tipos de jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la población femenina), se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o se convertía en una amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían conversar de las penurias de su alma, sin que los ojos se le inflamaran de llamaradas de lujuria.
Balder compadecía irónicamente a esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los simulacros de pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de aburrimientos que soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela familiar en el Registro Civil.
Algunas de estas desgraciadas a los veintisiete años estaban aún en la masturbación y la mentira, otras, más jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían extraordinariamente:
– »¿Cómo eran los prostíbulos?»
– »¿Sentían felicidad esas mujeres de llevar una vida semejante?»
– ¿Eran felices los hombres con ellas? ¿Tenían modales refinados?»
¿»Sus hermanos, cuando de noche faltaban a sus casas, venían de tales parajes?»
– »¿Cómo se las componían esas mujeres para evitar los hijos?»
Algunas lamentábanse de no haber nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros, hacía comentarios duros: MERGEFIELD los hombres estaban aún en peor situación que ellas, y la conversación súbitamente se interrumpía al chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían; entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
– ¿Por qué no conversan de esos asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la cabeza entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas:
¿Preguntarles semejantes barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario, tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios estaban colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería determinadas precauciones, cierta técnica y = mise en scène: a un futuro esposo no se le manifestaban curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de tendencias peligrosas.
– ¿Y qué conversan ustedes entonces? -les preguntaba Balder perplejo, y ellas haciendo un gesto displicente que podía expresar MERGEFIELD vea la situación a que estamos reducidas, contestaban:
– ¿Y de qué quiere que conversemos? De tonterías.
Por tonterías entendían al apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que decirse, los convencionales: Balder se horrorizaba diez minutos, recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que eran más o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban. Callaba preocupado.
– ¿Qué piensa usted, Balder?
– ¿Qué quiere que piense? Me parece que todos somos unos hipócritas.
– Sin embargo no se puede vivir de otra manera.
Balder recapacitaba:
– Sí, se puede vivir. Lo que hay es que somos unos farsantes sin coraje.
– ¿Qué debe hacerse?…
– ¿Qué debe hacerse?… ¿qué debe hacerse?… lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad, incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas costumbres.
Otras veces se preguntaba:
– ¿Hasta qué punto estos hipócritas aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como perfectos fariseos? ¿Será posible que sostengan a los extremos que lo hacen, su comedia?
Llegaba inevitablemente a una fatal conclusión:
– El hogar es una mentira. Existe nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es una pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica los vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se de por enterada. Pero, ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde tres vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían internamente separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era distinta a la de a madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión. Frecuentemente, las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor al mundo, sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los dedos de un cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya agotadas, creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento. Bajo apariencia de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían murallas y fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres que hallan idiomas distintos.
Dicho aislamiento, no tan sólo dislocaba de la comprensión a padres y a hijos, sino que apartaba también a los esposos. Cuando creían intimar, era porque conectaban bajezas análogas, superficialidades recíprocas. Sus entendimientos se tocaban en la tintorería.
Si Balder oía decir que un matrimonio MERGEFIELD se llevaba muy bien, conjeturaba:
– ¿Qué porquerías afines habrá entre esos dos cerdos?
Había descubierto singularidades curiosas, probablemente tan antiguas como la sociedad del hombre, y por ello, sin valor alguno:
Cuando más groseros, más inmediatos, más egoístas eran los deseos de un hombre o de una mujer, más fácilmente se conllevaban.
A un lacayo y a una mucama, o a un repartidor de leche y una cocinera, les resultaba menos difícil constituir un hogar socialmente respetable, que a una chiquilla respaldada por el petulante decoro de su familia burguesa y un infeliz cuyo ideal arrancaba de una base burocrática.
El lacayo o el repartidor de leche se habían confeccionado dos o tres ideas concretas respecto a la vida, así también la mucama y la cocinera, que con las dos o tres ideas maniobraban con éxito en la vida. En cambio los retoños de nuestra burguesía ríspida vivían en disconformidad. No sabían lo que ansiaban ni hacia dónde iban. Accidente que no le ocurría a la mucama ni al cocinero. Deseaban acumular dinero, y si venían hijos, éstos, en vez de desjarretarse en trabajos duros, que ingresaran a robar a la clase media, con el pasaporte de un título universitario.