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Se acercó a un rosal, aspiró el aroma de una rosa particularmente perfecta y se sentó en un banco calentado por el sol. Necesitaba estar sola un momento y cerrar los ojos, como si así pudiera detener el mundo y lograr que girara más despacio.

Habían pasado muchas cosas en muy poco tiempo. Había conocido a Asad, se había mudado a Palacio con las niñas, había empezado a preparar las navidades e incluso había besado al príncipe.

Cuando pensó en el beso, suspiró y sonrió. Aunque deseaba volver a besarlo, la oportunidad no se había presentado. Seguía sin saber si había sido una experiencia tan intensa para él como para ella, pero se dijo que eso no tenía importancia porque no volverían a tocarse. Tenían vidas, proyectos y deseos diametralmente opuestos.

En ese momento oyó pasos en el sendero. Esperaba que fuera alguno de los jardineros y se llevó una sorpresa al ver al rey en persona.

– ¡Oh!

Kayleen se levantó y se quedó clavada como una estatua, sin saber qué hacer. El rey sonrió.

– Buenas tardes, Kayleen. Me alegra que disfrutes de mis jardines.

Kayleen inclinó ligeramente la cabeza, esperando que el gesto fuera apropiado.

– Es que me gusta pasear. Espero no haberme metido en una zona prohibida…

– No, no. Además, me gusta tener compañía. Ven, hija, acércate. Paseemos un poco.

Ella tuvo la impresión de que no era una petición sino una orden, así que se acercó, caminó a su lado y esperó a que fuera él quien continuara la conversación.

– ¿Ya te has adaptado a Palacio? ¿Te sientes como si estuvieras en tu casa?

– Me he adaptado, sí, pero no estoy segura de que un sitio tan magnífico pueda ser nunca mi hogar.

– Una respuesta muy políticamente correcta -se burló él-. ¿Dónde creciste?

– En un convento de Estados Unidos.

– Comprendo. Eso quiere decir que perdiste a tus padres siendo muy niña…

– No me acuerdo de mi padre. Mi madre estuvo conmigo una temporada, pero no podía cuidar de mí y me dejó con mi abuela. Cuando ya estuvo demasiado vieja para encargarse de mí, me llevó a un convento católico… y resultó ser un buen lugar para crecer -comentó.

Kayleen estaba acostumbrada a mentir ligeramente sobre su pasado para evitar historias tristes a los demás. En realidad, su madre la había abandonado porque no la quería; y su abuela la había llevado al convento por la misma razón.

– Entonces, tampoco te acordarás de tu madre…

– No.

– Bueno, puede que os volváis a encontrar algún día -dijo el rey.

Kayleen mintió porque sabía que era lo que el rey quería escuchar:

– Me gustaría mucho.

En el convento le habían enseñado que debía perdonar a su madre y a su abuela por lo que le habían hecho, y hasta cierto punto lo había conseguido. Pero eso no significaba que quisiera volver a ver a su madre.

– Ahora entiendo que te opusieras a la separación de las niñas. Teniendo en cuenta tu pasado, es perfectamente lógico.

– Sólo se tienen las unas a las otras. Debían seguir juntas.

– Y gracias a ti, seguirán juntas.

– Bueno, gracias a Asad. Fue él quien las salvó, y yo siempre le estaré agradecida.

El rey la miró.

– Me han contado que saliste a montar y conociste a una de las tribus del desierto…

– Sí, es verdad. Es gente muy interesante y que valora mucho sus raíces.

– Casi tan interesante como tú. La mayoría de las jóvenes no tienen más preocupación que ir de compras. No sabrían valorar el desierto.

Kayleen arrugó la nariz.

– Yo no estoy muy acostumbrada a ir de compras -confesó.

– Puede que Asad te lleve algún día.

– Sería divertido, pero no es necesario. Ya me ha dado mucho.

– Por lo visto, mi hijo te gusta…

– Por supuesto. Es un hombre maravilloso. Encantador, amable y paciente…

Kayleen pensó que también era magnífico dando besos. Pero eso no se lo podía decir.

– Me alegra oír que os lleváis tan bien. Me alegra mucho.

Capítulo 6

Kayleen saludó a Neil, el secretario de Asad, pasó por delante de su mesa y entró en el despacho de su jefe.

Asad apartó la mirada de la pantalla del ordenador.

– Has intimidado tanto a mi ayudante que ya no se atreve a cerrarte el paso.

Ella rió.

– Ojalá fuera cierto. De todas formas no voy a quedarme mucho. Sólo venía a decirte que… he hablado con el rey.

Asad la miró como si estuviera esperando una explicación.

– Bueno, tu padre es el rey, ¿no? -continuó ella.

– Sí, eso tengo entendido.

– Pues no termino de acostumbrarme. Yo no puedo hablar con un rey. Ésas no son cosas que le pasen a la gente normal y corriente como yo… no es normal.

– Ahora vives en el Palacio Real. ¿Qué esperabas?

– No esperaba vivir aquí, desde luego. Esto es una locura. Eres un príncipe.

– Sí, eso también lo sé.

Ella suspiró y se sentó en una silla.

– Me estás tomando el pelo…

– Bueno, es que mi padre y yo sólo somos lo que siempre hemos sido.

Kayleen asintió lentamente. Asad estaba totalmente acostumbrado a ser príncipe e hijo de un rey y le parecía la situación más natural del mundo.

– No debí obligarte a adoptar a las niñas. No imaginaba las implicaciones que iba a tener y cuánto te iba a complicar la vida.

Asad se levantó y se acercó a ella, de tal manera que Kayleen no tuvo más remedio que mirarlo a los ojos.

– No me has complicado la vida. Cuando me lo pediste, era consciente de que adoptar tres niñas cambiaría las cosas, pero tomé una decisión y no me arrepiento.

– De todas formas, yo no pertenezco a este lugar… -insistió-. No estoy acostumbrada a encontrarme con un rey en el jardín.

El príncipe la tomó de la mano y la obligó a levantarse.

– Yo soy quien decide adonde pertenece cada cual.

– Y si no estoy de acuerdo, ¿me cortarás la cabeza?

– No es lo que tenía en mente…

Kayleen supo que la iba a besar antes de que se inclinara sobre ella. No supo por qué lo supo, pero sintió una especie de punzada en el corazón y se olvidó de respirar. Ya no importaba nada salvo el contacto de sus labios, de sus brazos, de su cuerpo.

Fue como volver al hogar; un sentimiento de pertenencia y de seguridad absoluta que no había experimentado antes y que resultaba tan dulce y perfecto que no podía desear otra cosa. Luego, cuando el beso se volvió más apasionado, sintió su calor y se excitó hasta el punto de que olvidó sus inhibiciones y empezó a besarlo y a acariciarlo a su vez.

En algún momento debió de volver a respirar, porque de repente tuvo aire suficiente para dejar escapar un gemido. Se sentía tensa y relajada al mismo tiempo. Deseaba que Asad siguiera adelante y, sobre todo, deseaba más.

Sin pensarlo dos veces, se puso de puntillas para sentir más partes de su cuerpo mientras se abrazaban. Después, inclinó la cabeza y lo besó con la lengua, jugueteando.

Él la acarició con hambre. Llevó una mano a su trasero y lo apretó con una energía que la sorprendió y la excitó a la vez. Instintivamente, ella se arqueó y frotó las caderas contra el príncipe. Él volvió a apretarla, llevó la otra mano a su cintura y empezó a subir poco a poco.

El sentimiento de anticipación la dominó por completo. Asad cubrió uno de sus senos con tal confianza que Kayleen no pudo sentir ningún temor. De hecho, dejó de besarlo para poder apoyar la cabeza en su hombro y mirar mientras le acariciaba los senos.

Su contacto era suave y lento, pero más maravilloso que ninguna sensación anterior. Parecía saber cómo tocarla, cómo frotarla. Y cuando le acarició un pezón, gimió de nuevo y lo abrazó con fuerza.

Un segundo después, Asad la tomó suavemente por la barbilla, la besó y la miró. Sus ojos eran oscuros como la noche, pero ardían con el mismo fuego que ardía en ella. Por primera vez en su vida, Kayleen reconoció el deseo masculino.