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No se arrepentía de lo que habían hecho. Tenía agujetas y estaba algo confundida, pero feliz. Y se sentía diferente, una mujer nueva.

Cuando dejó a las niñas en el autobús que todos los días las llevaba al colegio, pensó en lo divertido, paciente, sexy y encantador que era Asad. Nunca había conocido a un hombre como él. Era mejor que todos, mejor que todo. Y mientras se preguntaba por lo sucedido, tuvo la impresión de que la madre superiora de su convento estaba pensando en eso cuando le dijo que, antes de encerrarse allí, debía conocer el mundo.

Fuera como fuera, ahora se le abría todo un abanico de posibilidades que no había considerado con detenimiento. Por ejemplo, mantener una relación seria con Asad. O casarse, incluso, y tener hijos.

– Buenos días, Kayleen. ¿Qué tal estás?

Ella alzó la mirada. Vio que Lina caminaba hacia ella y se preguntó si podría adivinar que se había acostado con Asad, si su aspecto sería distinto aquella mañana si reconocería algún brillo extraño en sus ojos. De repente, se sintió tan culpable que Lina lo notó.

– ¿Qué te pasa? -preguntó, frunciendo el ceño-. ¿Estás enferma?

– No, no, estoy bien… -respondió, intentando disimular.

– No mientas. Estás muy colorada. ¿Seguro que te encuentras bien?

Kayleen bajó la cabeza, avergonzada.

– No estoy enferma, en serio. Es que… yo… bueno… no sé, tengo que irme. Discúlpame.

Kayleen se giró y salió corriendo de allí. Pero por muy deprisa que corriera, no podría escapar de sí misma.

Asad se hizo el nudo de la corbata y alcanzó la chaqueta. La puerta de la suite se abrió de golpe y Lina entró de repente.

– No te he oído llamar… -dijo él.

Estaba de tan buen humor que no dio importancia a la actitud de su tía. La noche anterior le había demostrado a Kayleen que existían muchas posibilidades nuevas. Estaba seguro de que ahora renunciaría a la idea de volver al convento y de que se quedaría en el mundo, en su mundo.

Además, había disfrutado tanto con ella que quería repetir. Kayleen había resultado ser una mujer apasionada y activa. El simple hecho de imaginar sus gemidos y sus gritos bastaba para excitarlo otra vez.

– No me lo puedo creer -dijo Lina con voz seca-. No puedo creer lo que has hecho.

Asad se puso la chaqueta.

– ¿A qué te refieres?

– Te has acostado con Kayleen.

– Eso no es asunto tuyo.

– ¿Cómo?

Asad notó el enfado de su tía y decidió cambiar de táctica.

– Kayleen está a punto de cumplir veinticinco años Comprendo que te preocupes por ella, pero creo que es perfectamente capaz de cuidarse.

Lina puso los brazos en jarras.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Eso es todo lo que tienes que decir en tu defensa? Asad, eres un príncipe y acabas de acostarte con una mujer virgen que además es tu empleada. La excusa de que es mayor de edad y de que toma sus propias decisiones no te justifica en modo alguno.

– Te aseguro que no he tomado nada que no me ofrecieran.

– Oh, vaya, otra excusa.

– Lina, no tienes derecho a hablarme en ese tono.

– Tengo todo el derecho del mundo. Soy tu tía y soy amiga de Kayleen. Yo la traje a esta casa. Soy responsable de ella.

– Y si no recuerdo mal, pretendes que nos casemos.

– Sí, he considerado esa posibilidad, lo confieso. Creo que haríais una buena pareja… pero no pensé que le robaras su virginidad antes de tiempo. Dios mío, Asad, ¿no recuerdas que se ha criado entre monjas? Tiene veinticinco años, sí, pero no ha tenido relaciones con nadie.

Asad empezaba a sentirse culpable, pero se resistió a esa emoción. Al fin y al cabo era un príncipe, un hombre que teóricamente siempre tenía razón y que no podía equivocarse.

– Quería volver al convento -le informó-. Quería encerrarse allí.

– Y decidiste intervenir, claro. Pero si no la quieres contigo… ¿quién eres tú para destrozarle la vida?

– Yo no he destrozado su vida -declaró-. Todo lo contrario. La he honrado.

– Oh, vamos… has cometido un error. Ahora pensará que no puede volver al convento. Has tomado una decisión que no era tuya. Antes, ella tenía opciones distintas y podía elegir. Ahora ya no las tiene. Tú se las has quitado.

Asad se alejó de su tía y caminó hacia el balcón que daba a la terraza. Lina estaba exagerando bastante, como siempre, pero parte de su argumentación era correcta.

Kayleen no se parecía nada a las mujeres con las que se había acostado a lo largo de los años, mujeres que sabían perfectamente lo que hacían y que sólo deseaban divertirse y disfrutar con él. Conocían el juego y sus normas, pero Kayleen ni siquiera sabía que aquello fuera un juego.

De repente, se giró hacia su tía y dijo algo que le sorprendió incluso a éclass="underline"

– Me casaré con ella.

Bien pensado, era la solución perfecta. Kayleen era preciosa, divertida y sexy. Disfrutaba de su compañía, era inteligente y le gustaban los niños. Tal vez no supiera nada de la vida en Palacio ni de las obligaciones de pertenecer a la Familia Real, pero aprendería. Además, le daría hijos fuertes y no lo sometería a exigencias poco razonables. Bien al contrario, le estaría agradecida por la propuesta de matrimonio y lo trataría con el respeto debido.

Lina lo miró.

– ¿Qué has dicho?

– Que me casaré con ella. Acepto la responsabilidad de lo sucedido. Kayleen se ha entregado a mí voluntariamente, pero tienes razón cuando dices que es no consciente de las implicaciones. Y ella merece algo más.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Lina.

– Hablaré con ella. Tengo una reunión de trabajo dentro de quince minutos, pero se lo explicaré después. Es una mujer sensata y creo que comprenderá el gran honor que le hago al pedirle el matrimonio.

– Como me gustaría estar presente cuando se lo digas…

– ¿Por qué?

Su tía sonrió.

– Si por mí fuera, le plantearías la cuestión de un modo más romántico. Pero sé que no me harías caso… de todas formas, creo que has elegido bien, Asad. Y espero que te acepte, de todo corazón.

– Por supuesto que me aceptará. Le voy a pedir que se case conmigo… ¿qué más podría querer?

Lina sonrió un poco más.

– No tengo la menor idea.

Kayleen corrió y corrió hasta salir de Palacio. Era una mañana soleada, sin una sola nube en el cielo, y se dedicó a pasear por los senderos de los jardines. Le parecía increíble que el exterior fuera tan bello cuando ella, por dentro, se sentía tan mal.

Se sentó en un banco y deseó poder hablar con alguien que la aconsejara, pero no tenía a nadie. Normalmente habría recurrido a Lina, pero ahora no podía hacerlo, ya que ella era la tía de Asad.

Confusa, se levantó del banco y empezó a caminar otra vez. Fue entonces cuando oyó un sonido extraño.

Se giró y vio una jaula llena de palomas. Eran preciosas de un blanco que brillaba al sol. Pero estaba tan angustiada por lo sucedido y tan preocupada por las posibles consecuencias, que se dejó llevar por un impulso e hizo lo primero que se le pasó por la cabeza abrir la jaula.

Las palomas salieron volando y desaparecieron en el cielo.

– Volad, volad y sed libres… -susurró.

– A mí también me gustaría.

Kayleen se quedó helada al reconocer la voz. Era el rey.

Y ella acababa de soltar sus palomas.

– Yo…

El rey Mujtar sonrió con amabilidad.

– No te preocupes, hija. Resistirse a la tentación de liberarlas es difícil… pero descuida, siempre vuelven al redil. Es su naturaleza. Este es su hogar. No pueden escapar a su destino -declaró.

Ella supo que sólo pretendía tranquilizarla, pero sus palabras tuvieron el efecto contrario. Hasta la noche anterior, creía conocer su propio destino; ahora, en cambio, ya no estaba tan segura.