Kayleen asintió, pero ya no estaba escuchando. Miró la jaula del jardín, donde estaban las palomas que había soltado unos días antes y vio que ya habían vuelto. La puerta estaba abierta, pero no intentaban huir.
Recordó las palabras del rey y se dijo que no podían escapar a su destino. Estaban atrapadas. Como ella.
Capítulo 10
– No estoy durmiendo nada -protestó Lina en un banco de los jardines.
– Gracias, mujer…
Tardó un momento en comprender lo que Hassan había querido decir.
– Vale, vale… -dijo, sonriendo-. Tú eres parte de mi cansancio, pero no la totalidad. Hacer de Celestina es un trabajo duro y me siento un poco culpable. Yo empecé todo este asunto. Yo los junté.
– Los presentaste y luego saliste de escena. Tú no los metiste en una habitación ni los animaste a intimar, por así decirlo. Eso es cosa suya.
– Sí, tienes razón, pero lo planeé yo. Pensé que Kayleen sería la mujer adecuada para Asad y decidí que en el fondo no deseaba encerrarse en un convento. Pero, ¿qué pasará si me equivoqué? Tal vez haya destruido sus vidas…
Hassan se inclinó hacia ella y la besó.
– Te preocupas demasiado.
– En eso soy muy eficaz.
– Pues no es un don que debas cultivar, cariño.
– No pretenderás que cambie, ¿verdad?
– Ni mucho menos.
– Me alegro. Pero espero haber hecho lo correcto con ellos.
– Claro que sí. Asad le propuso que se casaran y ella aceptó. Ahora estarán juntos más tiempo y hasta es posible que se enamoren…
Lina sabía que Hassan sólo intentaba animarla, pero no lo consiguió.
– Bueno, es evidente que no me estás haciendo ningún caso -protestó él.
Ella rió.
– Ni tengo por qué. Te recuerdo que aquí no eres el rey. Sólo eres mi invitado.
– Y me encanta serlo. Me divierto tanto contigo que la idea de volver a mi país se me hace insoportable. Pero debo hacerlo.
– ¿Por qué? Tienes muchos hijos. Que se encarguen ellos.
– Y lo hacen en mi ausencia, pero la responsabilidad última es mía. Además, debo pensar en mi gente. No quiero que piensen que los he abandonado.
– Es verdad, tienes razón -declaró ella-. Pero sé que te voy a echar de menos.
– Y yo a ti -dijo, apretándole una mano-. Supongo que pecaría de pretencioso si te pido que vengas conmigo a Bahania…
– ¿De visita?
El sonrió.
– No, mi amor, no precisamente de visita. Eres un regalo inesperado en mi vida, y dudo que me vuelva a enamorar si te pierdo… Tu belleza, tu inteligencia y tu perfección física me fascinan. Me has hechizado y quiero estar siempre contigo. Te amo, y me sentiría profundamente honrado si aceptaras ser mi esposa.
Kayleen se detuvo en seco. Había salido a pasear por los jardines y la casualidad había querido que cuchara la declaración del rey Hassan a la princesa Lina. Pero era una situación tan evidentemente íntima que buscó una salida a su alrededor para no interrumpirlos.
Hassan volvió a hablar en ese instante.
– No esperaba que lloraras, Lina…
– Son lágrimas de alegría. Estoy locamente enamorada de ti, pero tampoco había imaginado que volvería a enamorarme.
– Entonces, ¿serás mi reina?
– Oh, cariño mío… tu reina. Quién me lo iba a decir…
– Mis compatriotas te querrán tanto como yo. Aunque en mi caso, tengo la ventaja de poder disfrutar de tu cuerpo…
Lina rió y luego se hizo el silencio. Kayleen aprovechó la circunstancia para desaparecer.
Se alegró mucho por su amiga. Lamentaba que se marchara a Bahania, pero le pareció excitante al mismo tiempo. Nunca había conocido a una reina.
Entró en el palacio para dirigirse a la suite y se detuvo en la escalera. La declaración del rey había sido verdaderamente romántica. Y era evidente que estaban enamorados.
– Yo también quiero estar enamorada -murmuró-. De Asad.
Quería amar al hombre con quien se iba a casar y quería que el sentimiento fuera recíproco. Pero, ¿sería posible? ¿O sólo era la vana esperanza de una niña que intentaba alcanzar la luna?
– ¿Estáis preparada? -preguntó Asad cuando entró en la suite el sábado por la mañana.
Las niñas respondieron afirmativamente, pero Kayleen se escondió tras ellas. Por alguna razón, se sentía incómoda en presencia de Asad. Era la primera vez que le ocurría, y pensó que quizás era consecuencia del compromiso matrimonial; aunque todo siguiera igual que antes, todo había cambiado.
– No has dicho lo que vamos a hacer -observó Dana.
– Lo sé, es una sorpresa -dijo mientras caminaba hacia su prometida-. Estás muy callada, Kayleen…
– Es que estoy entusiasmada con tu sorpresa…
– Pero si no sabes cuál es…
– Pero estoy segura de que será maravillosa.
– Cuánta fe tienes en mí -dijo con escepticismo-. No llevas el anillo de compromiso…
– Bueno, pensé que sería lo mejor. Hablé con Fayza y…
– ¿Quién es Fayza?
– Es del departamento de protocolo. Me habló de los preparativos de la boda y de cómo debía comportarme ahora que voy a ser una princesa.
– Comprendo. ¿Y qué instrucciones te dio?
– Que no puedo salir sola, que no puedo ir con ningún hombre que no sea de Palacio, que no debo llevar el anillo hasta que se anuncie oficialmente la boda, que no debo hablar con la prensa ni vestir de forma inadecuada… no sé, ahora mismo no me acuerdo de todo. Lo apunté en un papel.
Asad le acarició la mejilla y la besó suavemente.
– A mí me parece que son demasiadas prohibiciones. Habría terminado antes si te hubiera dado una lista de lo que puedes hacer.
– Es lo mismo que pensé yo.
– Kayleen, tú puedes hacer lo que quieras y cuando quieras. Lo único que yo te pediría es que no salgas de palacio sin guardaespaldas, pero incluso eso es decisión tuya. Eres mi prometida, no mi esclava.
– Pero Fayza ha insistido mucho…
– Te aseguro que no volverá a insistir. ¿Podrías ponerte otra vez el anillo?
Ella asintió, entró en el dormitorio, lo sacó del cajón y se lo puso. Cuando volvió a salir, Asad la abrazó y la besó apasionadamente.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Nadine en lo que se suponía que debía ser un susurro.
– Se están besando -respondió Pepper.
– Eh, hay cosas que los niños no deberían ver -protestó Asad-. Dejadnos solos un momento…
– No te enfades con ellas -dijo Kayleen-. Es que están muy entusiasmadas con tu sorpresa… Aún no les has dicho qué es.
– Cierto. Nos vamos de compras. Como sois princesas, necesitaréis un vestuario nuevo…
Nadine giró sobre sí misma.
– ¿Tendremos vestidos bonitos y zapatos de fiesta?
– Por supuesto. Y ropa de montar y todo lo que Kayleen considere necesario.
– Yo quiero una corona -dijo Pepper.
Asad rió.
– No estoy seguro de que vendan coronas en las tiendas, pero podemos preguntar.
Kayleen también rió.
– Podríamos hacerte una -dijo, girándose hacia su prometido-. Gracias. Las niñas están encantadas de ir de compras. Además, crecen tan deprisa…
– Tú también vienes, no lo olvides.
– ¿Yo? Yo no necesito nada.
– Necesitas ropa acorde a tu nueva posición. Lo que tienes, no sirve.
Ella se ruborizó.
– Bueno, es verdad que nunca me he preocupado por esas cosas…
– Tendrás que aprender. Eres una mujer preciosa y mereces llevar cosas preciosas. Sedas, encajes y cosas que brillen, porque tú brillas como las estrellas del cielo.
Asad nunca le había dicho nada tan romántico, y a Kayleen le encantó.
Cuando entraron en la tienda, se quedó asombrada. No se parecía a ninguna de las que había visto hasta entonces. Estaba en una calle tranquila, sin carteles de ninguna clase, y ni siquiera tenía un letrero que la anunciara. Sólo un nombre, grabado en letras doradas en la puerta.