– Y cuando te hayas casado, tendrás tus propios hijos -le recordó.
Kayleen se llevó una mano al estómago y su amiga suspiró.
– Ah, a mí me encantaría quedarme embarazada -continuó-. Soy un poco mayor, pero lo voy a intentar de todas formas.
– ¿En serio?
Lina asintió.
– Siempre quise tener hijos, y Hassan también. Así que vamos a ver lo que sucede. Será lo que tenga que ser… y si no hay suerte, al menos tendré al hombre de mis sueños.
– Estoy nerviosa -confesó Kayleen cuando entraron en el auditorio de la American School-. He trabajado mucho con las niñas y sé que lo harán bien, pero aún así, no las tengo todas conmigo.
– Ten fe en ellas. Han practicado. Están bien preparadas.
Se sentaron en una de las primeras filas de la sala, junto al pasillo. Kayleen era vagamente consciente de la gente los miraba, pero estaba tan nerviosa por las niñas que no le incomodó.
Asad la tomó de la mano y se la apretó cariñosamente.
– Respira despacio… relájate. Todo saldrá bien.
– No lo puedes saber.
– Pero sé que tu pánico no ayudará a las niñas. Sólo servirá para que te sientas incómoda.
– Otra vez con tu lógica. Es muy irritante.
Kayleen sonrió y él le devolvió la sonrisa.
Unos minutos después, la orquesta empezó a tocar y el telón se levantó. Los números se habían organizado de manera que los niños actuaran por edades, empezando por los más pequeños, y Pepper apareció enseguida con su clase. Representaban una escena de una familia de ranas que estaban de vacaciones. Pepper era la rana madre.
Kayleen murmuró las frases de la niña mientras ella las pronunciaba en el escenario, y sólo se tranquilizó cuando terminaron.
– Una representación perfecta -dijo Asad-. ¿Lo ves? Te preocupas por nada.
– Tal vez haya sido perfecta por mi preocupación…
– No seas tan supersticiosa… Nadine será la siguiente en salir. Tengo muchas ganas de verla bailar.
Nadine y varias compañeras de su clase bailaron con la música de El cascanueces. Kayleen estuvo tensa y contuvo la respiración hasta que la banda dejó de tocar y las chicas se quedaron quietas.
– Te va a dar algo… -dijo Asad.
– No lo puedo evitar. Las quiero mucho.
– ¿En serio?
– Claro. ¿Cómo no las voy a querer?
Algo brilló en los ojos del príncipe, algo que no supo interpretar.
– He tenido mucha suerte de encontrarte. Aunque soy consciente de que no soy el responsable único recuérdame que le envíe a Tahir un regalo de agradecimiento.
– Una cesta de fruta estaría bien.
– Mejor un camello.
– No estoy tan segura de eso. Si todo lo que consiguieras al cabo del año fuera otro camello, ¿no estarías harto?
– ¿Te estás riendo de mí?
– No, me estoy riendo de los camellos.
Minutos más tarde apareció el grupo de Dana. Kayleen volvió a contener la respiración y recordó una a una las frases de la niña como si así pudiera impedir que las olvidara.
En mitad de la representación, Asad la tomó de la mano.
– Si te sientes mejor, apriétamela.
Ella lo hizo y se sintió mejor. Cuando Dana terminó, estaba exhausta.
– Me alegra que sólo tengamos que hacer esto un par de veces al año. No podría soportarlo si fueran más…
– Te acostumbrarás con el tiempo.
– No quiero ni pensarlo. Mi corazón no es tan fuerte.
– Pues agárrate bien, porque aún falta una sorpresa.
– ¿De qué estás hablando?
– Ya lo verás cuando nos marchemos.
Kayleen estuvo a punto de insistir, pero consiguió contenerse hasta que la función terminó. Cuando salieron del edificio, se llevó tal sorpresa que no podía hablar. Aparentemente estaba nevando; y los niños se pusieron tan contentos que iban de aquí para allá, jugando y riendo.
– Es nieve de verdad…
Asad se encogió de hombros.
– Dana mencionó que echaban de menos la nieve y se me ocurrió esto.
Kayleen oyó entonces el ruido de la máquina de nieve que habían instalado en el aparcamiento del auditorio.
– ¿Lo has organizado tú?
– No, ha sido Neil. Yo me limité a ordenárselo.
Dana corrió hacia ellos.
– ¡Está nevando! ¡Es increíble!
Kayleen sintió que el corazón se le encogía; pero no de dolor, sino de felicidad. Fue un momento tan bello que quiso grabarlo para siempre en su memoria.
Poco después, el director del colegio se acercó para saludarlos y el hechizo se rompió. Dana se acercó de nuevo a Kayleen y la abrazó.
– ¿No te parece maravilloso?
– Lo es. Y por cierto, has actuado muy bien… tenía miedo de que te pusieras nerviosa, pero ha sido perfecto.
– Ha sido divertido -le confesó-. Nunca había imaginado que participaría en una obra de teatro y me ha gustado mucho. De hecho, creo que me apuntaré a arte dramático el año que viene.
La niña miró la nieve que caía y añadió:
– ¿Puedes creerlo?
Kayleen miró al alto y atractivo príncipe que le había pedido que se casara con él, al hombre que era capaz de llevar la nieve al desierto sólo para regalar una sonrisa a tres niñas.
– No, no me lo puedo creer. Ahora ya sabía, exactamente, lo que significara estar enamorada.
– Estoy agotada -confesó ella cuando se sentó en el asiento trasero de la limusina-A la preocupación no las niñas, las peleas con bolas de nieve… si esto se repite muy a menudo, tendré que ir al gimnasio.
– Eh, no quiero que cambies nada de ti -dijo él.
Asad la abrazó de repente y la besó. Kayleen deseó acariciarlo, probarlo, saborearlo. Pero el viaje a Palacio solamente duraba unos minutos y no tendrían tiempo.
– Tal vez más tarde -murmuró él.
– Sí. Yo estoy disponible…
– Una cualidad excelente.
Cuando llegaron a Palacio, un guardia abrió la portezuela. Asad salió al exterior y la tomó de la mano. Mientras lo hacía, Kayleen vio que el rey Mujtar estaba en los jardines, hablando con una mujer a quien no recordaba haber visto.
– ¿Quién es? -preguntó.
– No lo sé.
La mujer era muy alta, de cabello rubio platino. Iba muy maquillada, llevaba unos vaqueros y un jersey excesivamente ajustados y unas botas de tacón alto. Una indumentaria poco adecuada para visitar a un rey.
Kayleen estaba segura de no haberla visto antes. Pero cuando caminaron hacia el rey y su invitada, tuvo una sensación angustiosa.
– Ya habéis regresado… Excelente, porque tengo una sorpresa para vosotros -dijo el rey-. ¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos en el jardín poco después, que llegaras, Kayleen? Me hablaste de tu familia y dijiste que no te acordabas de tu madre y de que no sabías dónde estaba.
Kayleen miró a la mujer. No era posible. No podía ser verdad.
– Pues bien, la he encontrado -continuó el rey, orgulloso de sí mismo-. Aquí la tienes… Kayleen, te presento a tu madre, Darlene Dubois.
La mujer sonrió.
– Hola, Kayleen… eres preciosa. Sabía que lo serías. Pero déjame que te mire. Has crecido tanto… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve? ¿Veinte?
– Veinticinco.
– Oh, Dios mío. Bueno, no vayas por ahí contándoselo a la gente o pensarán que soy muy vieja… aunque sólo tenía dieciséis años cuando me quedé embarazada de ti. Pero ven, acércate, dale un abrazo a tu madre. ¡Te he echado tanto de menos…!
Atrapada por los modales que las monjas le habían enseñado, Kayleen avanzó a regañadientes y la abrazó.
No sabía qué pensar ni qué sentir.
– ¿No te parece fabuloso? Después de tantos años… Ni te imaginas la cara que se me quedó cuando me llamaron de la Casa Real de El Deharia y me dijeron que el rey me había invitado a Palacio. Te confieso que tuve que buscar el país en un mapa -continuó la mujer-. Tuve que dejar el instituto cuando me quedé embarazada de ti, y luego me he dedicado al espectáculo. No he tenido tiempo de estudiar.