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Asad se rió.

– Probablemente. Ah, y he hablado con Lina… estará encantada de quedarse con las niñas si te apetece ir.

Kayleen se mordió el labio inferior.

– Mi madre acaba de llegar. No sé si es correcto que me marche y la deje sola.

– Oh, seguro que estará cansada del viaje. Pero puedes dejarle un mensaje en el contestador para verla en otro momento.

Kayleen se mostró de acuerdo. Le dejó un mensaje, se puso un vestido adecuado para ir al desierto y se encontró con Asad en el piso de abajo.

Un todoterreno los esperaba en el vado.

– Tendrás que aprender a montar bien -dijo él-. Alguna vez querrás ir al desierto con las niñas.

– Sí, lo sé -afirmó mientras se ponía el cinturón de seguridad-. Aunque los caballos y yo nos llevamos tan mal que tal vez debería probar con los camellos.

– Te aseguro que los camellos no son nada cómodos. Confía en mí. Prefieres montar a caballo.

– Quizás.

Era la última hora de la tarde. El sol se empezaba a ocultar y el horizonte se había llenado de tonos rojizos. La temperatura había bajado un poco y ofrecía la promesa de una noche fresca.

– Me pregunto cómo será la vida en el desierto -dijo, mirando por la ventanilla-. Viajar con una tribu nómada, sentir la naturaleza…

– Es una vida sin cuarto de baño ni aire acondicionado ni armarios.

Ella rió.

– No sabía que te preocuparan los armarios.

– No, pero a ti…

– Oh, a mí me gustan los armarios y hasta los cuartos de baño.

– Mi hermano Kateb vive en el desierto. Siempre le han gustado las tradiciones. No deja de hablar de épocas cuando la vida era supuestamente más sencilla y los hombres vivían de su coraje y su espada.

– ¿Hablas en serio? ¿Es nómada?

– Sí, es lo que le gusta. Cuando los hombres de mi familia cumplimos trece años, nos envían al desierto a pasar un verano entero. Es una especie de rito, de tránsito de la infancia a la edad adulta. Nosotros no lo pasamos mal… yo me divertí, pero ese tipo de vida no me interesa. En cambio, a Kateb le gustó tanto que insistió en volver. Mi padre le dio permiso a condición de que terminara sus estudios. Y cuando salió de la universidad, se fue al desierto.

– ¿Voy a conocerlo?

– Esta noche, no. Vive más lejos. Pero pasa un par de veces al año por Palacio, para ver a nuestro padre.

– Todo esto es tan bonito… no me extraña que a tu hermano le guste vivir aquí. Aunque no tenga agua corriente.

Cuando llegaron al campamento, Asad aparcó el todoterreno. Kayleen respiró a fondo.

– Seguro que se ríen de mí -comentó ella.

– ¿Por qué?

Kayleen lo miró y habló en el idioma de El Deharia con un acento horrible:

– Buenas noches. Te deseo todos los parabienes a ti y a tu familia.

– ¿Estás aprendiendo mi idioma? -preguntó, sorprendido.

– Me pareció lo correcto. La última vez, casi nadie quiso hablar conmigo en inglés… y es lógico, porque no es su lengua. Una de las criadas me está enseñando en su tiempo libre. A cambio, yo la ayudo con sus clases de Matemáticas.

Asad miró a la mujer que seguía sentada a su lado. Tenía todas las joyas que podía desear y no se las ponía nunca; gozaba de una cuenta bancaria llena de dinero y no gastaba nada; vivía en un palacio y le daba igual. Incluso se había tomado la molestia de estudiar su idioma. Y lejos de contratar a un profesor, lo estaba aprendiendo con ayuda de una criada.

Era una mujer increíble. Tan maravillosa que sintió una emoción profunda y poco familiar para él. Pero hizo caso omiso. O lo intentó.

Se recordó que las emociones eran una debilidad. Sin embargo, se alegraba sinceramente de que Kayleen hubiera aparecido en su vida para cambiarlo todo.

– Me encanta que nos vayamos a casar -confesó.

Ella lo miró con un brillo de alegría y de amor en sus ojos.

– Y a mí también -susurró.

Sharif y Zarina los saludaron en cuanto los vieron. Y la joven aprovechó la primera ocasión que tuvo y se la llevó aparte.

– Veo que te las has arreglado para mantenerlo a tu lado -bromeó mientras admiraba su anillo-. Has elegido bien.

– Eso creo.

Zarina rió.

– Reconozco esa sonrisa. Estás enamorada.

– Es un hombre maravilloso.

– Eso es lo que toda novia debería pensar de su prometido.

Zarina la llevó hacia un grupo de mujeres y se las presentó. Kayleen conocía a varias por su visita anterior y las saludó en su idioma. La miraron con sorpresa y dos de ellas empezaron a hablar tan deprisa que sólo entendió una de cada diez palabras.

– No tengo ni idea de lo que habéis dicho -confesó en inglés-. Todavía estoy aprendiendo…

– Pero lo intentas -dijo Zarina, encantada-. Y nos honras con tu esfuerzo.

– Esperaba que pudiéramos ser amigas…

Zarina sonrió.

– Lo somos. Pero tienes que recordar tu cargo. Cuando seas princesa, las cosas cambiarán.

– No para mí.

– Entonces, seremos grandes amigas… Ven, ya estamos preparando la cena. Puedes hacernos compañía y te enseñaremos unas cuantas palabras. Palabras de amor para impresionar a tu futuro marido…

– Vaya, eso me gustaría mucho.

Kayleen se sentó en la cocina al aire libre. Las mujeres charlaban y reían y ella se lo pasó muy bien a pesar de que entendía muy poco. Trabajaban juntas, sin jerarquías aparentes, y los niños jugaban por todas partes y no se acercaban a los mayores salvo si los necesitaban por alguna razón.

Era como una familia gigantesca; en ciertos sentidos, muy parecida a la del convento donde se había criado. Pero con la gran diferencia de que en una tribu se tenían raíces y era una familia para siempre.

Oyó risas y vio que Zarina le susurraba algo a una de las jóvenes. Segundos más tarde, la llevaron a una tienda.

– No hacemos esto muy a menudo -le contó su amiga-. Sólo en ocasiones especiales… el poder conlleva responsabilidad.

– No sé de qué estás hablando.

Zarina abrió un arcón y sacó un montón de velos.

– El truco consiste en mantener el misterio -afirmó mientras acariciaba la tela-. Es una cuestión de confianza, no de talento. Ningún hombre se puede resistir a los encantos de una mujer que baila para él. No debes preocuparte demasiado por tu aspecto ni sentirte insegura por ningún otro motivo… simplemente, recuerda que él se vuelve loco de deseo cada vez que te mira. Tú tienes el poder, tú decides. Él ruega y tú concedes.

– Si estás diciendo lo que creo que estás diciendo…

– Después de cenar, enviaremos a Asad a una tienda privada. Tú estarás allí y bailarás para él -Zarina sonrió-. Será un recuerdo que no olvidara nunca.

– Pero no sé bailar… esas cosas no se me dan bien.

– Eres la mujer con quien desea casarse. Sabes todo lo que necesitas saber. Y en cuanto al baile, es muy fácil. Ven aquí y te enseñaré.

Zarina dejó la tela a un lado y se quitó la túnica. Debajo llevaba un top sin mangas y unos pantalones cortados. Un atuendo perfectamente moderno y adecuado para la vida en el desierto.

Zarina empezó a bailar. Parecía tan fácil que Kayleen la imitó, pero sin tanta soltura.

Sin embargo, unos minutos más tarde ya había aprendido el movimiento de las caderas y hasta que hacer con los brazos.

– Muy bien -dijo Zarina-. Ahora, gírate lentamente… Baila durante un minuto o dos. Luego te giras y te quitas uno de los velos.

– No puedo bailar desnuda…

– No tendrás que estarlo. Ningún hombre se resiste a la danza de los velos. Cuando te hayas quitado dos o quizás tres, estará tan excitado que te quitará él mismo el resto.

– ¿Y si piensa que estoy haciendo el ridículo?

– Qué estupidez. Pensará que es el hombre más afortunado de la Tierra. Pero venga, te prepararemos para la noche.

Zarina la llevó a una tienda donde la vistieron con los velos y la maquillaron. En los ojos le pusieron un color oscuro, y en los labios, rojo.