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– Esto es mejor que el carmín -dijo su amiga-. No se quita.

Le recogieron el cabello con una diadema y le pusieron docenas de brazaletes en cada brazo. El toque final consistió en unos pendientes tan largos que casi le llegaban a los hombros.

Zarina le acercó un espejo y Kayleen se miró. No pudo creer que esa mujer tan exótica fuera ella. Y por si fuera poco, también parecía sexy y misteriosa.

– Te dejaré a solas para que practiques unos minutos y volveré después. Cree en ti misma, Kayleen. Con ese baile, conquistarás el corazón de Asad y será tuyo para siempre. ¿Qué otra cosa podría desear una mujer?

Cuando se quedó a solas, Kayleen se dijo que tenía razón. Ya le había entregado su corazón al príncipe, y ahora tenía que conquistar el suyo. Había llegado el momento de cambiar. Debía sobreponerse a sus temores y demostrarle que ella era mucho más de lo que había imaginado. Sólo tenía que usar su fuerza interior para alcanzar lo que deseaba.

Se miró de nuevo en el espejo y se dirigió a la entrada de la tienda para esperar a Zarina. Ya no estaba asustada. Conseguiría que Asad se arrodillara ante ella y que le implorara. Y eso, sólo para empezar.

Asad disfrutaba de la compañía de Sarif, pero se sentía profundamente decepcionado. Había ido al desierto para estar con Kayleen y se la habían llevado nada más llegar. Ni siquiera habían cenado juntos.

Cuando sirvieron el café, miró la hora y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar para poder marcharse sin resultar grosero. Con un poco de suerte, podrían ir a la ciudad y pasar un par de horas juntos. Conocía unos cuantos locales nocturnos interesantes donde se podía bailar. Tenía ganas de sentirla contra su cuerpo.

Poco después, Zarina se acercó e hizo una reverencia.

– Príncipe Asad, ¿podría acompañarme?

Asad miró a su anfitrión.

– ¿Debo confiar en tu hija?

Sharif se rió.

– ¿Crees que yo sé lo que se trae entre manos? Zarina, ¿para qué necesitas al príncipe?

– Oh, para nada que le vaya a disgustar.

Asad se excusó y la siguió. Ya era de noche y el cielo estaba cuajado de estrellas. Pensó brevemente en su hermano y se preguntó si volvería a Palacio a tiempo de asistir a la boda. Tenía ganas de ver a todos sus hermanos juntos.

Zarina lo llevó a una tienda que estaba casi al final del poblado.

– Es aquí, señor -dijo, abriendo la entrada- le deseo la mejor de las noches.

Asad entró. El interior estaba muy poco iluminado. Era un espacio abierto, con una alfombra en el medio y unos cuantos cojines para sentarse al fondo.

– Siéntate, por favor.

La voz llegó desde una esquina oscura, pero reconoció la voz de inmediato. Era la voz de su prometida de Kayleen.

Asad se sentó en los cojines y pensó que la noche había mejorado considerablemente.

De repente, comenzó a sonar una canción. Un tema tradicional, lo cual le sorprendió tanto como la visión de Kayleen cuando salió de entre las sombras. Y luego no pensó nada más. Su racionalidad desapareció durante muchos minutos.

Llevaba velos. Docenas y docenas de velos que le cubrían el cuerpo. Pero eso no era tan arrebatador como los pequeños destellos de su piel desnuda: su cintura, sus piernas, unos centímetros de sus brazos.

Era la Kayleen de siempre, pero muy distinta. Llevaba maquillaje oscuro en los ojos, pendientes en las orejas y brazaletes en los brazos. Su piel brillaba bajo la luz tenue. Y cuando empezó a bailar, lo volvió loco de deseo.

Se movía de un modo sensual. Asad notó los dibujos de hena en su cuerpo y bajó la mirada hasta sus pies desnudos, que también se había pintado.

Conocía perfectamente bien la danza de los velos, pero era la primera vez que alguien la bailaba para él. Había oído muchas historias sobre su poder de seducción y siempre había pensado que la seducción no se debía al baile, sino a la debilidad de los hombres. Sin embargo, su opinión cambió radicalmente. Había algo primario en sus movimientos. Algo intenso que estalló en su interior cuando Kayleen giró y se quitó un velo.

Tuvo que hacer un esfuerzo inhumano para seguir sentado y no saltar sobre ella y hacerle el amor sin más. Kayleen siguió bailando y uno o dos minutos después se quitó otro velo y Asad pudo ver la tira de su sostén.

Aquello fue demasiado. Ésta vez se rindió al deseo, se levantó y la besó. Quiso contenerse porque pensó que a Kayleen no le gustaría tanto afecto; pero para su sorpresa, reaccionó con la misma intensidad que él.

Kayleen estaba temblando, pero de placer. Zarina había acertado plenamente. A pesar de su inseguridad inicial, había conseguido que Asad se rindiera a sus encantos.

– ¿Cuántos velos llevas? -preguntó, excitado.

– Muchos.

Ella empezó a desabrocharle la camisa.

– Date prisa, por favor…

Kayleen le quitó la camisa y él se encargó del resto de su ropa.

– Te deseo -susurró Asad-. Quiero hacerte el amor.

– Entonces, tómame…

– Kayleen…

El príncipe la tumbó sobre los cojines y le quitó los velos, el sostén y las braguitas. A continuación, introdujo una mano entre sus muslos y notó su humedad.

– Me deseas -afirmó.

– Siempre te he deseado.

Él sonrió y empezó a acariciarla.

– Quiero sentirte dentro de mí -afirmó ella-. Tómame. Hazme tuya.

Asad contuvo la respiración, pero obedeció. Le separó las piernas y la penetró.

Kayleen siempre olvidaba de qué modo la llenaba, cómo conseguía desesperarla de puro deseo. Normalmente se lo tomaba con calma y lo hacía con delicadeza, pero aquella noche hicieron el amor sin cuidado, de un modo salvaje y más intenso que nunca.

Cerró las piernas alrededor de sus caderas y se arqueó contra él para sentirlo hasta el fondo. Después fueron acelerando el ritmo hasta que Kayleen se encontró al borde del orgasmo.

Él pronunció su nombre. Ella lo miró.

– Eres mía.

Sólo fueron dos palabras, nada más que dos palabras, pero bastaron para llevarla al clímax y para que gritara.

Asad dio dos acometidas más y también llegó al final de su viaje.

Las olas de placer los unieron y ellos permanecieron juntos, abrazados, hasta que la Tierra dejó de moverse y pudieron descansar.

Kayleen entró en la suite poco después de medianoche. Se sentía tan feliz que casi podía flotar. Hasta habría sido capaz de repetir la danza del velo.

En lugar de encender la luz, caminó hasta el balcón y salió a la terraza. Hacía fresco, pero no le importó. Además, su temperatura aumentaba rápidamente cada vez que pensaba en su prometido.

En ese momento oyó el ruido de una silla. Se giró y vio algo entre las sombras. Era su madre.

– Vaya, qué sorpresa. Y yo que creía que sólo eras una jovencita un poco atontada y con suerte… pero no, has resultado ser una lista. La única diferencia con otras es que tu juego es diferente.

– No sé de qué estás hablando.

– De que tu apariencia inocente y tímida es sólo fachada. Seguro que tu príncipe se enamoró perdidamente de ella.

– No estoy fingiendo. Es real.

Darlene se rió.

– No me mientas. Yo inventé ese juego. Sólo estoy diciendo que respeto tus tácticas… conmigo no habrían servido, pero contigo son perfectas.

– Sigo sin entender lo que dices. Pero perdóname, es tarde. Me voy a la cama.

– Ya has estado en una cama. Lo que quieres decir es que ahora vas a dormir. ¿Me equivoco? -preguntó.

– No pienso hablar de eso contigo.

– Pero has cometido un error. Te has enamorado de él y ahora eres vulnerable. Hazme caso, es mejor que mantengas las distancias. Es más seguro.

– Voy a casarme con Asad. Se supone que debo amarlo.

Su madre volvió a reír.

– Bueno, pero no esperes que tu amor sea mutuo. Los hombres como él no aman a nadie. Nunca -afirmó-. Acepta el valioso consejo de tu mamá, aunque temo que ha llegado demasiado tarde.