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– En que soy como la Cenicienta…

– ¿Y también te marcharás a medianoche?

– No, yo nunca te abandonaría.

– Me alegro, porque no quiero que te vayas. Te necesito. Siempre te he necesitado.

Estaba tan contenta que casi podía volar. La música era tan perfecta como la noche, y bailaron hasta que el rey apareció. Sólo entonces, Asad comenzó a presentarle a los invitados.

Al cabo de un rato, Kayleen oyó una risa. Era Darlene. Estaba con un hombre mucho mayor que ella.

– ¿Es el embajador español?

– Sí. ¿Quieres que te lo presente?

– No lo he dicho por eso.

– Ah, ya lo comprendo… es que Darlene le ha echado el ojo.

– Eso parece.

– Pues me temo que está casado. Aunque su esposa no suele acompañarlo en los viajes.

– Oh, vaya, tal vez debería advertírselo a mi madre.

– ¿Por qué?

– Porque busca seguridad y no la encontrará con él.

– ¿Tanto te preocupa su suerte?

– Es mi madre. ¿Cómo no me va a importar?

En ese momento apareció Qadir, uno de los hermanos de Asad y dijo:

– Creo que ya es hora de que baile con mi futura cuñada. Siempre que no te importe, por supuesto…

– Pero sólo un baile. Y nada de coqueteos -dijo Asad.

– Tú sabes que yo siempre coqueteo. ¿Te preocupa que se enamore de mí?

– No. Es que un hombre siempre protege lo que más valora.

– Nada de coqueteos -intervino Kayleen-. Mi corazón pertenece a tu hermano.

– Entonces, es un hombre con suerte… esta noche estás preciosa.

– ¿Sólo esta noche? ¿Insinúas que el resto del tiempo soy un monstruo?

Qadir rió.

– Vaya, así que eso es lo que ha hechizado a mi hermano… tienes cerebro.

– Oh, sí, tengo todo tipo de órganos. Es raro, pero los tengo.

Qadir volvió a reírse.

Charlaron durante un rato. Qadir le contó historias extravagantes, como la de una duquesa británica que había protestado porque no la dejaban entrar a la fiesta con su perrito.

Cuando terminaron de bailar, dejó a Qadir. Se alejó del centro de la sala y vio que Asad estaba hablando con su madre. Eso no podía ser bueno.

– Te marcharás -le estaba diciendo Asad.

– Yo no estaría tan segura -espetó Darlene-. Kayleen es mi hija. ¿Quién eres tú para interponerte entre nosotras?

– Un hombre capaz de pagarte para que te vayas.

Kayleen intentó abrirse paso entre la gente para detenerlos, pero no resultaba tan fácil.

– No volverás a verla. Si ella se pone en contacto contigo, por mí no habrá problema. Pero tú no podrás llamarla.

– Cuántas normas -se burló Darlene-. Eso te costará caro.

– Supongo que un millón de dólares será suficiente.

– Oh, vamos. Quiero cinco.

– Tres.

– Cuatro y acepto el trato.

La gente que estaba a su alrededor los miró con perplejidad. La música estaba sonando y había mucho ruido, pero no tanto como para que la conversación pasara desapercibida.

– Te haré la transferencia en cuanto tenga tu número de cuenta.

– Te lo daré esta noche -dijo, dándole un golpecito en el brazo-. Pero me alegra saber que te preocupas sinceramente por mi hija. Todo un detalle.

– Va a ser mi esposa.

– Eso me han dicho. Ya sabes que está enamorada de ti, ¿verdad?

– Sí, lo sé.

– Claro, eso te facilita las cosas.

– Por supuesto.

Darlene inclinó la cabeza.

– ¿Y crees que es tan tonta como para pensar que tú también la amas?

– Tú no le dirás lo contrario.

– No le diré nada si también me regalas el vestido y las joyas que llevo. Como regalo de buena voluntad, ya me entiendes.

– Como desees.

– En tal caso, nunca sabrá la verdad por mí.

Capítulo 14

Kayleen no recordaba haber dejado la fiesta, pero lo había hecho. Cuando miró a su alrededor, estaba en los jardines. Le dolía todo el cuerpo y tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas, pero eso era poca cosa en comparación con la angustia de su corazón.

Asad no la amaba. La estaba utilizando. No significaba nada para él.

Avanzó por el sendero, apenas iluminado por unos cuantos focos, y miró su anillo de compromiso. Su madre estaba en lo cierto; sólo era una tonta ingenua e inocente que se había engañado hasta el punto de creer que podía conquistar a un príncipe.

En ese momento oyó un ruido y alzó la mirada. Eran las palomas de la jaula, los pájaros que no huían porque no sabían lo que significaba ser libres o porque no estaban interesadas en la libertad. Ellas también habían elegido el camino más fácil.

Cansada y profundamente amargada, entró en el palacio y se dirigió a sus habitaciones. La puerta de la suite de su madre estaba abierta, así que entró.

Darlene estaba haciendo el equipaje con ayuda de dos criadas.

– Oh, vaya, has venido… así no tendré que dejarte una nota. Me marcho, como me pediste. Siento que no hayamos tenido ocasión de conocernos mejor, pero búscame la próxima vez que viajes a Estados Unidos

– Te marchas porque Asad te ha pagado cuatro millones de dólares. He oído la conversación.

– Bueno, no es una gran fortuna; pero sé cómo invertir el dinero. Podré vivir bien y hasta es posible que encuentre a alguien que me ayude a equilibrar el presupuesto.

– ¿Y cuándo te vas?

– El avión me está esperando en el aeropuerto. Lo de ser rica tiene sus ventajas -respondió, frunciendo el ceño-. No te pondrás sentimental ahora, ¿verdad?

– No. No quiero saber nada más de ti.

Kayleen se giró y se marchó.

Cuando entró en su suite, la niñera la saludó.

– Se han portado muy bien -dijo la joven.

– Me alegro. Muchas gracias por todo.

La niñera se marchó y ella se quedó a solas.

A pesar de todo su dolor, se sentía en paz. Saber la verdad era mejor que vivir engañada. Su madre no la quería y Asad no estaba enamorado de ella; le había propuesto que se casaran porque se sentía obligado, pero ni siquiera podía enfadarse con él. El príncipe le había dicho que no creía en el amor y ella había preferido no escuchar. Se había inventado una historia romántica porque necesitaba creer.

Entró en la habitación de las niñas para ver si estaban bien y se dirigió a su dormitorio. Ella no era como las palomas de la jaula. Ella conocía la libertad y podía marcharse cuando quisiera.

Sabía que sería muy doloroso. Amaba a Asad con todo su corazón, pero ahora era más fuerte que antes y ni siquiera tenía ninguna intención de volver al convento y encerrarse en vida. Se marcharía y lo superaría sola.

Asad encontró a Kayleen en la suite. Se había quitado el vestido y llevaba una bata. Estaba sentada en el salón, con una libreta en el regazo.

– Te he estado buscando por todas partes, pero te habías ido…

Ella lo miró.

– No me apetecía quedarme en la fiesta -dijo.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí.

– ¿Has vuelto para tomar notas?

Kayleen dejó la libreta y el bolígrafo en la mesita de café y se levantó.

– Ya lo ves. ¿Has transferido el dinero a mi madre?

– ¿Es que has hablado con ella?

– No hemos hablado de eso, no te preocupes. Ella no me ha dicho nada, así que podrá llevarse hasta el vestido y las joyas, ¿verdad? Al fin y al cabo es lo que habéis pactado. Cuatro millones y un regalo de buena voluntad. Yo ya le había ordenado que se marchara, pero tú no lo sabías. Le ha salido bien…

– El dinero no me importa.

– Lo sé. Pero a ella sí, así que los dos salís ganando.

Asad no entendía lo que pasaba. Era evidente que Kayleen había escuchado su conversación e intentó recordar cada palabra.

– Bueno, bien está lo que bien acaba…

– Yo no estoy tan segura de eso -afirmó, mirándolo a los ojos-. Para ti, lo nuestro será un matrimonio de conveniencia. Pero me sorprende que me eligieras a mí. Sé que podrías haber encontrado a una mujer más adecuada… a una mujer que entienda lo que significa ser princesa y que no se haga ilusiones falsas.