– No te entiendo. Yo quiero casarme contigo. Quiero que seas la madre de mis hijos, Kayleen. ¿No te parece que el respeto y la admiración son sentimientos más importantes y duraderos que el amor? Te honraré y estaré siempre a tu lado. Eso es algo valioso.
– Lo es, pero también el amor -dijo ella-. Sé que lo que ha pasado es responsabilidad mía en gran parte. Elegí la salida más fácil… ardía en deseos de tener una familia y me engañé. Sólo quería sentirme segura. Incluso cuando vine a tu país, me encerré en aquel colegio porque tenía miedo de vivir.
– Pero ahora has elegido otro camino. Has cambiado muchas cosas.
– Y voy a cambiar muchas más.
Kayleen se quitó el anillo de compromiso.
– No, no puedes hacer eso. Dijiste que te casarías conmigo… no puedes cambiar de opinión…
– No es decisión tuya. No me casaré con un hombre que no me ama. Merezco algo más. Y tú también… aunque creas que el amor es una debilidad, estás equivocado. El amor es lo que nos hace fuertes. Amar y ser amados. Y tú también lo necesitas, Asad. Lamento no ser la mujer que buscas.
Kayleen intentó sonreír.
– Me duele mucho decirlo. Me duele pensar que puedas estar con otra -continuó-. Pero sé que nunca me amarás.
– No digas eso. No aceptaré que me devuelvas el anillo.
– Haz lo que quieras -dijo, dejándolo en la mesita-. Me voy de todas formas.
– No, no puedes irte, no lo permitiré. Además… te necesito.
Ella asintió lentamente.
– Es cierto, más de lo que crees. Pero eso no es suficiente.
Él frunció el ceño. No entendía nada. Lina le había dicho que Kayleen quería sentirse necesitada, por encima de todo lo demás.
– Te necesito -repitió.
– Tal vez, pero no puedes tenerme. Es tarde, Asad. Deberías irte.
Asad salió de la suite, avanzó por el pasillo y se detuvo; tenía la sensación de haber perdido algo precioso. Pero no iba a permitir que Kayleen lo abandonara. No podía marcharse. Aquél era su hogar. Tenía que quedarse con él y con las niñas.
Decidió que hablarían otra vez a la mañana siguiente y que la convencería de que permaneciera a su lado. Era su deseo. El deseo del príncipe Asad. Y él siempre se salía con la suya.
Asad decidió dar tiempo a Kayleen para que reconsiderara su actitud. Pero cometió un grave error, porque cuando entró en su suite unos minutos antes del mediodía, las niñas y ella se habían marchado.
Los armarios estaban vacíos, los juguetes habían desaparecido y no quedaba nada salvo el anillo de compromiso. Asad esperaba enfrentarse a sus lágrimas y ofrecerle una disculpa, pero no imaginaba que sólo encontraría silencio, ausencia de vida, como si nunca hubiera estado allí.
Entró en todas las habitaciones sin poder creer lo que había sucedido. Por fin, desesperado, se dirigió al despacho de su tía y le espetó:
– Todo esto es culpa tuya. Tú lo organizaste y ahora lo vas a arreglar.
– No sé de qué me estás hablando.
– Claro que lo sabes. Kayleen se ha ido. Se ha marchado con las niñas, con mis hijas… Y unas princesas de la Familia Real no pueden salir del país sin el permiso de un familiar.
– Tú todavía no eres el padre, Asad. El proceso de adopción no ha concluido -le recordó-. Kayleen habló con tu padre y él le concedió la custodia.
– Eso no es posible.
– Es muy posible. Sólo aceptaste a las niñas porque te sugerí que era la mejor solución para el problema de Tahir. Nunca las quisiste.
– Porque entonces no las conocía… Ahora las conozco bien y son mis hijas.
– No. Kayleen es quien las quiere de verdad.
– Pero si fui yo quien organizó lo de la nieve en su colegio…
– Y a todo el mundo le encantó. Asad, yo no estoy diciendo que no te importen. ¿Pero amarlas? Tú no crees en el amor. Me lo has dicho muchas veces… y no te preocupes por tu padre; él lo entiende de sobra -declaró Lina-. Esas niñas no han recibido la misma educación que tú. Ellas necesitan cariño y Kayleen se lo puede dar. Se marchan de El Deharia. Las cuatro.
– No lo permitiré -espetó-. Insisto en que se queden.
– Se quedarán a pasar las vacaciones y luego se marcharán a Estados Unidos. Es lo mejor para ellas. Tu padre se ha ofrecido a ayudarlas económicamente… pero claro, Kayleen es como es y sólo ha aceptado su ayuda hasta que encuentre trabajo y se establezca -le explicó-. Sólo ha permitido que el rey pague los estudios universitarios de Dana. Quiere ser médico.
– Sí, ya lo sabía -dijo, apretando los dientes-. Pero todo esto es ridículo… mi padre no va a pagar los estudios de mis hijas. Es mi responsabilidad y mi derecho. Te has entrometido en mis asuntos, Lina. Lo has estropeado todo.
– No, eso es cosa tuya. Kayleen es una mujer maravillosa. Te adora y habría hecho cualquier cosa por hacerte feliz… pero descuida, encontrará a otra persona. Tú me preocupas mucho más.
Asad deseó gritar. Deseó alcanzar alguna de las antigüedades de la mesa de su tía y tirarla por la ventana.
– Esto es inaceptable -gruñó.
– Siento que te lo tomes así, pero es lo mejor. Kayleen merece un hombre que la ame. ¿O es que no estás de acuerdo?
– Intentas confundirme con tu palabrería.
– No, sólo quiero que entiendas que no mereces a una mujer como Kayleen.
Sus palabras le hicieron mucho daño. Asad miró a Lina durante unos segundos y supo la verdad. Era cierto. No merecía a Kayleen. Hasta ese momento, siempre había pensado que le estaba haciendo un favor a ella; y sin embargo, había sido exactamente al revés.
Salió del despacho de su tía y se encerró en el suyo tras ordenar a Neil que nadie le molestara.
Después, se detuvo en mitad de la sala y se preguntó cuál había sido el problema.
Dos días más tarde, Asad había descubierto el significado de la expresión vivir un infierno. Salvo que él no tenía más vida que el recuerdo de lo que había perdido.
Siempre había disfrutado de su existencia en Palacio. Ahora, en cambio, cada pasillo y cada recodo le recordaba a las niñas y a Kayleen. Deseaba abrazarlas besarlas, pero no había nadie. Se habían marchado y no iban a volver.
Había pasado la noche en sus habitaciones, paseando, llorando su mala suerte, esperando, recordando. Había planeado un viaje a París con intención de olvidarla pero canceló los planes. Él, el hombre que nunca había creído en el amor, tenía el corazón partido. El príncipe Asad de El Deharia estaba hundido porque una mujer lo había abandonado.
Se odiaba por eso. Odiaba ser débil. Odiaba necesitar.
Corrió a ver a su padre y entró sin llamar a la puerta. El rey levantó la mirada del periódico y dijo:
– ¿Qué ocurre, Asad? Tienes mala cara.
– Estoy bien. Pero Kayleen se ha marchado.
– Sí, ya lo sé.
– No le des permiso para marcharse del país ni para llevarse a las niñas. Son mis hijas. La ley está claramente de mi parte.
– Kayleen dijo que no las quieres, que estarían mejor con ella. ¿Es que se equivocaba? ¿Qué es lo que deseas, Asad? -preguntó su padre, frunciendo el ceño.
En ese momento, Asad supo lo que quería. Amor.
– Quiero que ella vuelva. Quiero que las niñas se queden a mi lado. Quiero que…
Asad necesitaba ver la sonrisa de Kayleen, sentir que llevaba un hijo suyo en su interior y animarla cuando se sintiera enferma por culpa del embarazo. Quería ver crecer a las niñas, pagarles los estudios y ser su padrino si alguna vez se casaban. Pero sobre todo, quería estar con su prometida. La simple idea de imaginarla con otro hombre bastaba para sacarlo de quicio.
No lo permitiría. Bajo ningún concepto.