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– Buenas noches -dijo él-. ¿Ya se han acomodado?

– Sí, gracias. Las habitaciones son magníficas. Su tía se ha asegurado de que nos sintamos en casa -contestó, mirando la imponente fachada del edificio-. Bueno, o casi…

El príncipe caminó hacia ella.

– Sólo es una casa grande, Kayleen. No permita que su tamaño o su historia la intimiden.

– Creo que sobreviviré si a las estatuas no les da por cobrar vida de noche y empezar a perseguirnos…

– Le aseguro que nuestras estatuas están muy bien educadas -bromeó.

Ella sonrió.

– Gracias por animarme, pero dudo que duerma bien los primeros días…

– Se acostumbrará -dijo mientras se quitaba la chaqueta-. Y si mi tía ha olvidado alguna cosa, pídaselo a los criados.

– Por supuesto… pero dígame, ¿cómo debemos llamarlo a partir de ahora? Me refiero a las niñas y a mí -dijo ella-. ¿Su alteza? ¿Príncipe Asad…?

– Pueden llamarme por mi nombre.

– ¿En serio? ¿No me cortarán la cabeza por eso?

Asad sonrió.

– Ya no cortamos la cabeza por esas cosas.

El príncipe se quitó también la corbata. Kayleen apartó la mirada y se dijo que no se estaba desnudando sino simplemente poniéndose cómodo tras un largo día de trabajo. Además, ella estaba en su terraza y él podía hacer lo que quisiera.

– La noto incómoda -comentó él.

Ella parpadeó.

– ¿Cómo se ha dado cuenta?

– Digamos que usted es una mujer… transparente.

– Es que las cosas han cambiado mucho en muy poco tiempo -explicó-. Esta mañana desperté en mi habitación del colegio y ahora estoy aquí…

– Y antes de que viniera a El Deharia, ¿dónde dormía?

Ella sonrió.

– En Estados Unidos, en el medio oeste. Es un lugar muy distinto… no hay mar ni arena, y hace mucho frío. Ya es noviembre, así que los árboles de allí habrán perdido las hojas y faltará poco para las primeras nevadas. Pero esto es precioso…

– Sí, nuestro clima es uno de los grandes placeres del sitio más perfecto de la Tierra.

– ¿Cree que El Deharia es perfecto?

– ¿Usted no piensa lo mismo del lugar donde nació?

– Bueno, no sé, supongo que sí… -murmuró-. También era profesora en Estados Unidos. Siempre me han gustado los niños.

– En tal caso, disfrutará aún más de su trabajo. Supongo que una profesora a quien no le gustaran los niños, lo pasaría francamente mal.

Kayleen se preguntó si estaba bromeando con ella. Parecía que sí, pero no estaba segura. Ni siquiera sabía que los príncipes tuvieran sentido del humor.

– Sí, estaba bromeando -dijo él, en demostración de lo transparente que era Kayleen-. Y puede reírse en mi presencia si le apetece… pero debe asegurarse de que yo esté de humor para eso. Reírse en un momento inadecuado es un delito tan grave que la gente que lo comete no vive para contarlo.

– Ya hemos vuelto a lo de cortar cabezas… nunca había conocido a nadie como usted -confesó.

– ¿No tienen príncipes en el medio oeste?

– No. Allí no tenemos ni estrellas del rock, que ya es decir.

– Bueno, nunca me han gustado los hombres que llevan pantalones de cuero.

Kayleen se rió.

– Si se pusiera unos, sus súbditos pensarían que tiene un sentido de la estética muy avanzado… -bromeo ella.

– O muy idiota -dijo él.

– Y eso no le gustaría, claro -ironizó, sin pensar lo que decía.

Asad la miró con cara de pocos amigos y se cruzó de brazos.

– Tal vez deberíamos hablar de algo menos problemático. Por ejemplo, de las tres hermanas que usted se ha empeñado en que adoptara.

– ¿Qué pasa con ellas?

– Su colegio está demasiado lejos y sería conveniente que cambiaran de centro. La American School está más cerca.

– Ah, sí… tiene razón. Me encargaré de inscribirlas por la mañana. Pero, ¿qué debo decir a la dirección?

– La verdad. Que son mis hijas adoptivas y que deben recibir un trato adecuado.

– ¿Quiere que las saluden con una reverencia?

Asad la miró durante unos segundos.

– Usted es una mezcla interesante de conejo y gato montés. Temerosa y valiente al mismo tiempo -decía.

– Estoy intentando ser valiente todo el tiempo. Y todavía puedo conseguirlo.

El príncipe extendió un brazo y, antes de que ella se diera cuenta, le acarició un mechón de pelo.

– Tiene fuego en la sangre…

– ¿Lo dice porque soy pelirroja? Eso sólo son cuentos de vieja…

En realidad, Kayleen habría preferido ser una rubia fría o una morena sexy. O tal vez no tan sexy. Eso no encajaba en su estilo.

– Conozco a muchas viejas sabias -murmuró él antes de apartar la mano-. Recuerde que usted será responsable de las niñas cuando no estén en el colegio.

Kayleen asintió y lamentó que hubiera dejado de tocarla y de hablar de ella, aunque no supo por qué. Asad era un hombre muy atractivo, pero también su patrón y un príncipe de un linaje con muchos siglos de historia. En cambio, ella ni siquiera sabía quién era su padre.

– ¿En qué está pensando? -preguntó él.

Ella le dijo la verdad. Cuando terminó de contárselo, Asad preguntó:

– ¿Y su madre?

– No me acuerdo de ella. Me dejó con mi abuela cuando yo era un bebé… estuve a su cuidado durante unos cuantos años y luego me llevó al orfanato -respondió, lamentando haber tocado ese tema-. Pero no se lo reprocho. Era una anciana y le daba mucho trabajo…

En la oscuridad de la terraza, Kayleen no podía ver la expresión de Asad. Se recordó que no tenía motivos para avergonzarse de su pasado. No era culpa suya.

Pero se sentía como si la estuvieran juzgando y deseara una absolución.

– ¿Por eso ha defendido tan ferozmente a las tres niñas? ¿Por su propio pasado?

– Quizás.

Él asintió lentamente.

– Ahora vivirán aquí. Y usted también. Quiero que se sienta como en casa.

– Decirlo es más fácil que hacerlo…

– Tardarán un poco en acostumbrarse, pero nada más. Sin embargo, estaría bien que no se dedicaran a patinar por los pasillos.

– Me aseguraré de ello.

– Excelente. Y se me ocurre que tal vez quieran conocer la historia del palacio… es un lugar muy interesante. Les recomiendo que se apunten a alguno de los grupos guiados que lo recorren todos los días.

– ¿Grupos? ¿La gente puede venir al palacio y verlo como si fuera un museo?

– Sólo pueden ver las salas públicas; la zona privada está cerrada y vigilada convenientemente. Aquí estarán a salvo.

A Kayleen no le preocupaba la seguridad. Pero la idea de vivir en un sitio que la gente visitaba en grupos era bastante inquietante.

– ¿Qué pensará su familia de esto? ¿No se enfadarán?

Asad pareció volverse más alto.

– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Nadie cuestiona mis decisiones.

– ¿Ni siquiera el rey?

– Mi padre estará encantado de que siente cabeza. Está deseando que sus hijos se casen y tengan hijos…

Kayleen supuso que lo de adoptar a tres niñas estadounidenses no era precisamente lo que el rey pretendía.

– Creo recordar que tiene hermanos…

– Sí cinco. Todos viven en Palacio. Menos Kateb, que está en el desierto.

Kayleen se sintió más insegura que nunca. Cinco príncipes, una princesa y un rey. La única persona que estaba fuera de lugar era ella.

– No se preocupe, estará bien -insistió Asad.

– ¿Quiere dejar de adivinar lo que estoy pensando? No es justo.

– Lo siento. Me temo que tengo ese don.

– Ya me había dado cuenta…

– Kayleen, usted está aquí porque yo lo he decidido -dijo él en voz baja y tranquilizadora-. Mi nombre es toda la protección que necesita. Puede utilizarme como escudo o como arma, según prefiera.