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– Nunca lo utilizaría ni como lo uno ni como lo otro -afirmó ella.

– Pero podría hacerlo, y ahora ya lo sabe. Aunque lo único importante es que no le pasará nada mientras esté bajo mi cuidado -dijo, mirándola a los ojos-. Buenas noches, Kayleen.

Asad se giró y desapareció.

Kayleen se quedó mirando y se sintió como si acabara de mantener una conversación con un personaje sacado de un libro o de una película. Sabía que Asad había sido sincero al afirmar que estaba completamente a salvo con él, pero ésa también era una situación nueva para ella: hasta entonces, las únicas personas que la habían cuidado eran las monjas del colegio.

Cruzó los brazos sobre el pecho y casi pudo sentir el peso de la protección de Asad, la fuerza de aquel hombre. Y le gustó mucho.

Al día siguiente, Asad entró en la oficina del rey y asintió a Robert, su secretario personal.

– Puede entrar, señor -dijo Robert con una sonrisa-. Le está esperando.

Asad pasó al despacho y saludó a su padre, que estaba sentado tras una mesa gigantesca.

– He oído que te has buscado una familia -comentó el rey-. Lina me ha dicho que has adoptado a tres niñas huérfanas. No sabía que esas cosas te preocuparan.

Asad se sentó delante de la mesa y sacudió la cabeza.

– Ha sido cosa de Lina. Insistió en que la acompañara a un colegio para impedir que una monja saltara desde un tejado.

– ¿Cómo?

– Da igual, olvídalo. El caso es que no había ninguna monja. Sólo una profesora.

Asad se detuvo un momento y sonrió al recordar la furia y la determinación de la pelirroja.

– Era un asunto de tres niñas. Su padre había nacido aquí. Cuando su esposa falleció, las dejó en el colegio… pero luego se mató en un accidente. Tahir lo supo y vino a la ciudad para llevárselas -explicó.

– Un gesto admirable por su parte -dijo el rey-. Tres niñas huérfanas no tienen ningún valor. Tahir es un gran hombre.

– Sí, bueno, pero su profesora no compartía esa opinión. Insistió en que las niñas debían permanecer juntas, recibir una educación y no convertirse en criadas.

– ¿Sin familia? Las niñas no tenían elección… Y Tahir las habría honrado con su apellido.

– Estoy de acuerdo, pero su profesora no lo estaba. Incluso atacó a Tahir.

El rey arqueó las cejas.

– ¿Y sigue viva?

– Es pequeña y no le hizo ningún daño.

– Tiene suerte de que no insistiera en castigarla…

– Sospecho que sólo deseaba encontrar una forma de salir de ese lío.

– Y tú resolviste el problema al adoptar a las tres pequeñas.

– Sí, a ellas y en cierto modo a su profesora, que estará a su cargo -afirmó, mirando a su padre-. Son unas niñas encantadoras. Serán como nietas para ti…

El rey se mesó la barba.

– Entonces, iré a visitarlas y a hablar con su profesora -dijo-. Has hecho lo correcto, Asad, lo cual me place. Es obvio que a medida que creces vas sentando la cabeza… me alegro.

– Gracias, padre.

Asad mantuvo en todo momento un tono de respeto. Lina tenía razón. Lo de las niñas serviría para librarse de la presión de su padre durante una temporada.

– ¿Cómo es ella? Me refiero a la profesora. ¿Tiene buen carácter?

– Lina afirma que sí.

El príncipe pensó que él no estaba tan convencido.

– ¿Te interesa? -preguntó el rey.

– ¿En qué sentido?

– Como esposa. Ya sabemos que le gustan los niños y que está dispuesta a jugarse la vida por defenderlos. ¿Es bonita? ¿Serviría para alguno de tus hermanos?

Asad frunció el ceño. Hasta entonces no se había preguntado si era atractiva.

– No está mal -contestó al fin-. Hay algo puro e intenso en ella.

– Me pregunto qué le parecerá el desierto -murmuró el rey-. Quizás sirva para Kateb.

La propuesta del rey molestó a Asad, aunque no supo por qué.

– Lo dudo mucho -respondió-. Además, la necesito para que cuide de mis hijas. Me temo que mis hermanos tendrán que buscar novia en otra parte.

– Como desees -dijo su padre-. Como desees.

Asad miró los tres proyectos de puente que tenía ante él. Los tres ofrecían el acceso necesario, pero no podían ser más distintos. El más barato era de diseño sencillo; los otros dos, de elementos arquitectónicos que añadirían belleza a la ciudad.

Todavía estaba pensando en ello cuando sonó el teléfono. Asad pulsó el intercomunicador.

– He dicho que no quería que me molestasen.

Su secretario, un hombre normalmente tranquilo, respondió con nerviosismo.

– Lo sé, sus órdenes han sido muy claras. Es que hay alguien que quiere verlo… una mujer joven, Kayleen James. Dice que es la niñera de sus hijos.

El nerviosismo de Neil se debía con toda probabilidad a que no tenía la menor idea de que Asad fuera padre. El príncipe se dio cuenta y dijo:

– Ya te lo explicaré después. Dile que pase.

Kayleen entró en el despacho al cabo de unos segundos. Llevaba un vestido marrón que la tapaba desde el cuello hasta los zapatos lisos de los pies. Se había recogido el pelo con una coleta y aparentemente no llevaba maquillaje. Su único adorno eran unos pendientes pequeños.

Asad se preguntó a qué se debería su pobreza estética; estaba acostumbrado a mujeres que mostraban piel, que se vestían con sedas, que se ponían perfume y llevaban toneladas de diamantes. Pero pensó que Kayleen podía transformarse en una mujer verdaderamente bella cuando quisiera. Ya poseía lo básico: boca y ojos grandes y una estructura craneal perfecta.

– Gracias por concederme unos minutos -dijo ella, interrumpiendo su imagen erótica-. Supongo que debería haber pedido una cita.

Asad se levantó y la invitó a sentarse en el sofá de la esquina.

– De nada. ¿En qué puedo ayudarla?

Ella se sentó.

– Es un hombre muy educado…

– Gracias.

Kayleen se alisó la parte delantera del vestido.

– El palacio es enorme. Me he perdido dos veces y he tenido que preguntar la dirección…

– Le conseguiré un mapa.

Ella sonrió.

– ¿Lo dice en serio? ¿O es una broma?

– Las dos cosas, pero es verdad que hay un mapa del palacio. ¿Quiere uno?

– Creo que no me vendría mal. Y tal vez un localizador implantado bajo la piel para que los guardias puedan encontrarme -respondió, mirando a su alrededor con inseguridad-. Es un despacho muy bonito… grande, aunque imagino que eso es lógico siendo usted un príncipe.

Asad se dio cuenta de su nerviosismo y comentó:

– Kayleen, ¿ha venido por alguna razón en concreto?

– ¿Cómo? Ah, sí, claro… esta mañana he matriculado a las niñas en la American School. Todo ha ido bien. Mencioné su nombre.

Él sonrió.

– ¿Y le han hecho muchas reverencias?

– Casi. Todo el mundo estaba deseando ayudar y que yo le contara a usted que me habían ayudado. Eso me pareció asombroso, pero probablemente estará acostumbrado…

– Sí, lo estoy.

– Es un lugar magnífico. Grande, moderno y muy eficaz desde un punto de vista académico. No se parece nada a nuestro colegio, aunque si tuviéramos más fondos… supongo que pedirle algo así sería inapropiado.

– Tal vez. ¿Pero dejaría de pedirlo por ello?

– Entonces, veré si es posible que su antiguo colegio reciba una buena contribución económica.

Kayleen lo miró con sorpresa.

– ¿En serio? ¿Así como así?

– No puedo prometerle nada, pero estoy seguro de que encontraremos unos cuantos dólares en alguna parte.

– Eso sería genial. Nuestro presupuesto es tan pequeño que cualquier cosa sería de ayuda. La mayoría de los profesores viven allí, lo que significa que los salarios tampoco son muy altos.

– ¿Por qué quiso ser profesora?

– Porque no pude ser monja.

La respuesta de Kayleen sorprendió al príncipe. \