Fermina Daza se había ocupado de restablecer el dormitorio destruido por los bomberos, y un poco antes de las cuatro le hizo llevar al esposo el vaso diario de limonada con hielo picado, y le recordó que debía vestirse para ir al entierro. El doctor Urbino tenía esa tarde dos libros al alcance de la mano: La Incógnita del Hombre, de Alexis Carrell, y La Historia de San Michele, de Axe1 Munthe. Este último no estaba todavía abierto, y le pidió a Digna Pardo, la cocinera, que le llevara el cortapapeles de marfil que había olvidado en el dormitorio. Pero cuando se lo llevaron ya estaba leyendo La Incógnita del Hombre en la página marcada con el sobre de una carta: le faltaban muy pocas para terminarlo. Leyó despacio, abriéndose camino a través de los meandros de una punta de dolor de cabeza que atribuyó a la media copita de brandy del brindis final. En las pausas de la lectura tomaba un sorbo de limonada, o se demoraba ronzando un pedazo de hielo. Tenía las medias puestas, la camisa sin el cuello postizo y los tirantes elásticos de rayas verdes colgando a los lados de la cintura, y le molestaba la sola idea de tener que cambiarse para el entierro. Muy pronto dejó de leer, puso el libro sobre el otro, y empezó a balancearse muy despacio en el mecedor de mimbre, contemplando a través de la pesadumbre las matas de guineo en el pantano del patio, el mango desplumado, las hormigas voladoras de después de la lluvia, el esplendor efímero de otra tarde de menos que se iba para siempre. Había olvidado que una vez tuvo un loro de Paramaribo al que quería como a un ser humano, cuando lo oyó de pronto: “Lorito real”. Lo oyó muy cerca, casi a su lado, y enseguida lo vio en la rama más baja del mango.
– Sinvergüenza -le gritó.
El loro replicó con una voz idéntica:
– Más sinvergüenza serás tú, doctor.
Siguió hablando con él sin perderlo de vista, mientras se puso los botines con mucho cuidado para no espantarlo, y metió los brazos en los tirantes, y bajó al patio todavía enlodado tanteando el suelo con el bastón para no tropezar con los tres escalones de la terraza. El loro no se movió. Estaba tan bajo, que le puso el bastón para que se parara en la empuñadura de plata, como era su costumbre, pero el loro lo esquivó. Saltó a una rama contigua, un poco más alta pero de acceso más fácil, donde estaba apoyada la escalera de la casa desde antes que vinieran los bomberos. El doctor Urbino calculó la altura, y pensó que con subir dos travesaños podía cogerlo. Subió el primero, cantando una canción de cómplice para distraer la atención del animal arisco que repetía las palabras sin la música, pero apartándose en la rama con pasos laterales. Subió el segundo travesaño sin dificultad, agarrado de la escalera con ambas manos, y el loro empezó a repetir la canción completa sin cambiar de lugar. Subió el tercer travesaño, y el cuarto enseguida, pues había calculado mal la altura de la rama, y entonces se aferró a la escalera con la mano izquierda y trató de coger el loro con la derecha. Digna Pardo, la vieja sirvienta que venía a advertirle que se le estaba haciendo tarde para el entierro, vio de espaldas al hombre subido en la escalera y no podía creer que fuera quien era de no haber sido por las rayas verdes de los tirantes elásticos.
– ¡Santísimo Sacramento! -gritó-. ¡Se va a matar!
El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: qa y est. Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés.
Fermina Daza estaba en la cocina probando la sopa para la cena, cuando oyó el grito de horror de Digna Pardo y el alboroto de la servidumbre de la casa y enseguida el del vecindario. Tiró la cuchara de probar y trató de correr como pudo con el peso invencible de su edad, gritando como una loca sin saber todavía lo que pasaba bajo las frondas del mango, y el corazón le saltó en astillas cuando vio a su hombre tendido bocarriba en el lodo, ya muerto en vida, pero resistiéndose todavía un último minuto al coletazo final de la muerte para que ella tuviera tiempo de llegar. Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con el último aliento:
– Sólo Dios sabe cuánto te quise.
Fue una muerte memorable, y no sin razón. Apenas terminados sus estudios de especialización en Francia, el doctor juvenal Urbino se dio a conocer en el país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos, la última epidemia de cólera morbo que padeció la provincia. La anterior, cuando él estaba todavía en Europa, había causado la muerte a la cuarta parte de la población urbana en menos de tres meses, inclusive a su padre, que fue también un médico muy apreciado. Con el prestigio inmediato y una buena contribución del patrimonio familiar fundó la Sociedad Médica, la primera y la única en las provincias del Caribe durante muchos años, y fue su presidente vitalicio. Logró la construcción del primer acueducto, del primer sistema de alcantarillas, y del mercado público cubierto que permitió sanear el pudridero de la bahía de las Ánimas. Fue además presidente de la Academia de la Lengua y de la Academia de Historia. El patriarca latino de Jerusalem lo hizo caballero de la Orden del Santo Sepulcro por sus servicios a la Iglesia, y el gobierno de Francia le concedió la Legión de Honor en el grado de comendador. Fue un animador activo de cuantas congregaciones confesionales y cívicas existieron en la ciudad, y en especial de la junta Patriótica, formada por ciudadanos influyentes sin intereses políticos, que presionaban a los gobiernos y al comercio local con ocurrencias progresistas demasiado audaces para la época. Entre éstas, la más memorable fue el ensayo de un globo aerostático que en el vuelo inaugural llevó una carta hasta San Juan de la Ciénaga, mucho antes de que se pensara en el correo aéreo como una posibilidad racional. También fue suya la idea del Centro Artístico, que fundó la Escuela de Bellas Artes en la misma casa donde todavía existe, y patrocinó durante muchos años los Juegos Florales de abril.
Sólo él logró lo que había parecido imposible durante un siglo: la restauración del Teatro de la Comedia, convertido en gallera y criadero de gallos desde la Colonia. Fue la culminación de una campaña cívica espectacular que comprometió a todos los sectores de la ciudad sin excepción, en una movilización multitudinaria que muchos consideraron digna de mejor causa. Con todo, el nuevo Teatro de la Comedia se inauguró cuando todavía no tenía sillas ni lámparas, y los asistentes tenían que llevar en qué sentarse y con qué alumbrarse en los intermedios. Se impuso la misma etiqueta de los grandes estrenos de Europa, que las damas aprovechaban para lucir sus trajes largos y sus abrigos de pieles en la canícula del Caribe, pero fue necesario autorizar también la entrada de los criados para que llevaran las sillas y las lámparas, y cuantas cosas de comer se creyeran necesarias para resistir los programas interminables, alguno de los cuales se prolongó hasta la hora de la primera misa. La temporada se abrió con una compañía francesa de ópera cuya novedad era un arpa en la orquesta, y cuya gloria inolvidable era la voz inmaculada y el talento dramático de una soprano turca que cantaba descalza y con anillos de pedrerías preciosas en los dedos de los pies. A partir del primer acto apenas si se veía el escenario y los cantantes perdieron la voz por el humo de las tantas lámparas de aceite de corozo, pero los cronistas de la ciudad se cuidaron muy bien de borrar estos obstáculos menudos y de magnificar los memorables. Fue sin duda la iniciativa más contagiosa del doctor Ur~ bino, pues la fiebre de la ópera contaminó hasta los sectores menos pensados de la ciudad, y dio origen a toda una generación de Isoldas y Otelos, y Aidas y Sigfridos. Sin embargo, nunca se llegó a los extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.