El doctor Juvenal Urbino no aceptó nunca puestos oficiales, que le ofrecieron a menudo y sin condiciones, y fue un crítico encarnizado de los médicos que se valían de su prestigio profesional para escalar posiciones políticas. Aunque siempre se le tuvo por liberal y solía votar en las elecciones por los candidatos de ese partido, lo era más por tradición que por convicción, y fue tal vez el último miembro de las grandes familias que se arrodillaba en la calle cuando pasaba la carroza del arzobispo. Se definía a sí mismo como un pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre liberales y conservadores para bien de la patria. Sin embargo, su conducta pública era tan autónoma que nadie lo tenía como suyo: los liberales lo consideraban un godo de las cavernas, los conservadores decían que sólo le faltaba ser masón, y los masones lo repudiaban como un clérigo emboscado al servicio de la Santa Sede. Sus críticos menos sangrientos pensaban que no era más que un aristócrata extasiado en las delicias de los juegos Florales, mientras la nación se desangraba en una guerra civil inacabable.
Sólo dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. El primero fue la mudanza a una casa nueva en un barrio de ricos recientes, a cambio del antiguo palacio del Marqués de Casalduero, que había sido la mansión familiar durante más de un siglo. El otro fue el matrimonio con una belleza de pueblo, sin nombre ni fortuna, de la cual se burlaban en secreto las señoras de apellidos largos hasta que se convencieron a la fuerza de que les daba siete vueltas a todas por su distinción y su carácter. El doctor Urbino tuvo siempre muy en cuenta esos y muchos otros tropiezos de su imagen pública, y nadie era tan consciente como él mismo de ser el último protagonista de un apellido en extinción. Sus hijos eran dos cabos de raza sin ningun brillo. Marco Aurelio, el varón, médico como él y como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada notable, ni siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. Ofelia, la única hija, casada con un buen empleado de banco de Nueva Orleans, había llegado al climaterio con tres hijas y ningún varón. Sin embargo, a pesar de que le dolía la interrupción de su sangre en el manantial de la historia, lo que más le preocupaba de la muerte al doctor Urbino era la vida solitaria de Fermina Daza sin él.
En todo caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de conocer aunque fuera el resplandor de la leyenda. Se proclamaron tres días de duelo, se puso la bandera a media asta en los establecimientos públicos, y las campanas de todas las iglesias doblaron sin pausas hasta que fue sellada la cripta en el mausoleo familiar. Un grupo de la Escuela de Bellas Artes hizo una mascarilla del cadáver que sirviera de molde para un busto de tamaño natural, pero se desistió del proyecto porque a nadie le pareció digna la fidelidad con que quedó plasmado el pavor del último instante. Un artista de renombre que estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo gigantesco de un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la escalera y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Lo único que contrariaba la cruda verdad de su historia era que no llevaba en el cuadro la camisa sin cuello y los tirantes de rayas verdes, sino el sombrero hongo y la levita de paño negro de un grabado de prensa de los años del cólera. Este cuadro se exhibió pocos meses después de la tragedia, para que nadie se quedara sin verlo, en la vasta galería de El Alambre de Oro, una tienda de artículos importados por donde desfilaba la ciudad entera. Luego estuvo en las paredes de cuantas instituciones públicas y privadas se creyeron en el deber de rendir tributo a la memoria del patricio insigne, y por último fue colgado con un segundo funeral en la Escuela de Bellas Artes, de donde lo sacaron muchos años después los propios estudiantes de pintura para quemarlo en la Plaza de la Universidad como símbolo de una estética y unos tiempos aborrecidos.
Desde su primer instante de viuda se vio que Fermina Daza no estaba tan desvalida como lo había temido el esposo. Fue inflexible en la determinación de no permitir que se utilizara el cadáver en beneficio de ninguna causa, y lo fue inclusive con el telegrama de honores del Presidente de la República, que ordenaba exponerlo en cámara ardiente en la sala de actos de la gobernación provincial. Con la misma serenidad se opuso a que fuera velado en la catedral, como se lo pidió el arzobispo en persona, y sólo admitió que estuviera allí durante la misa de cuerpo presente de los oficios fúnebres. Aun ante la mediación de su hijo, aturdido por tantas solicitudes diversas, Fermina Daza se mantuvo firme en su noción rural de que los muertos no pertenecen a nadie más que a la familia, y que sería velado en casa con café cerrero y almojábanas, y con la libertad de cada quien para llorarlo como quisiera. No habría el velorio tradicional de nueve noches: las puertas se cerraron después del entierro y no volvieron a abrirse sino para visitas íntimas.
La casa quedó bajo el régimen de la muerte. Todo objeto de valor se había puesto a buen recaudo, y en las paredes desnudas no quedaban sino las huellas de los cuadros descolgados. Las sillas propias y las prestadas por los vecinos estaban puestas contra las paredes desde la sala hasta los dormitorios, y los espacios vacíos parecían inmensos y las voces tenían una resonancia espectral, porque los muebles grandes habían sido apartados, salvo el piano de concierto que yacía en su rincón bajo una sábana blanca. En el centro de la biblioteca, sobre el escritorio de su padre, estaba tendido sin ataúd el que fuera Juvenal Urbino de la Calle, con el último espanto petrificado en el rostro, y con la capa negra y la espada de guerra de los caballeros del Santo Sepulcro. A su lado, de luto íntegro, trémula pero muy dueña de sí, Fermina Daza recibió las condolencias sin dramatismo, sin moverse apenas, hasta las once de la mañana del día siguiente, cuando despidió al esposo desde el pórtico diciéndole adiós con un pañuelo.
No le había sido fácil recobrar ese dominio desde que oyó el grito de Digna Pardo en el patio, y encontró al anciano de su vida agonizando en el lodazal. Su primera reacción fue de esperanza porque tenía los ojos abiertos y un brillo de luz radiante que no le había visto nunca en las pupilas. Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad. Desde entonces no tuvo una tregua, pero se cuidó de cualquier gesto que pareciera un alarde de su dolor. El único momento de un cierto patetismo, por lo demás involuntario, fue a las once de la noche del domingo, cuando llevaron el ataúd episcopal todavía oloroso a sapolín de barco, con manijas de cobre y forros de seda acolchonada. El doctor Urbino Daza ordenó cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor de tantas flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las primeras sombras moradas en el cuello de su padre. Una voz distraída se oyó en el silencio: “A esa edad ya uno está medio podrido en vida”. Antes que cerraran el ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo matrimonial y se lo puso al marido muerto, y luego le cubrió la mano con la suya, como siempre lo hizo cuando lo sorprendía divagando en público.
– Nos veremos muy pronto -le dijo.
Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en el costado. Fermina Daza no lo había distinguido en el tumulto de los primeros pésames, aunque nadie iba a estar más presente ni había de ser más útil que él en las urgencias de aquella noche. Fue él quien puso orden en las cocinas desbordadas para que no faltara el café. Consiguió sillas suplementarias cuando no fueron suficientes las de los vecinos, y ordenó poner en el patio las coronas sobrantes cuando ya no cabía una más en la casa. Se ocupó de que no faltara el brandy para los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían conocido la mala noticia en el apogeo de las bodas de plata, y se vinieron en es~ tampida a continuar la parranda sentados en círculo bajo el palo de mango. Fue el único que supo reaccionar a tiempo cuando el loro fugitivo apareció a media noche en el comedor con la cabeza alzada y las alas extendidas, lo que causó un escalofrío de estupor en la casa, pues parecía una manda de penitencia. Florentino Ariza lo agarró por el cuello sin darle tiempo de gritar alguna de sus consignas insensatas, y lo llevó a la caballeriza en la jaula cubierta. Así hizo todo, con tanta discreción y tal eficacia, que a nadie se le ocurrió pensar que fuera una intromisión en los asuntos ajenos, sino al contrario, una ayuda impagable en la mala hora de la casa.