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Sin embargo, Florentino Ariza no había salvado un abismo para amedrentarse con los siguientes.

– Si aceptó la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.

Ese fue el final del laberinto. Fermina Daza dueña de sí misma, se excusó por la demora, y le dio su palabra formal de que tendría una respuesta antes del término de las vacaciones. Cumplió. El último viernes de febrero, tres días antes de la reapertura de los colegios, la tía Escolástica fue a la oficina del telégrafo a preguntar cuánto costaba un telegrama para el pueblo de Piedras de Moler, que ni siquiera figuraba en la lista de servicios, y se dejó atender por Florentino Ariza como si nunca se hubieran visto, pero al salir fingió olvidar en el mostrador un breviario empastado en piel de lagartija dentro del cual había un sobre de papel de lino con viñetas doradas. Trastornado por la dicha, Florentino Ariza pasó el resto de la tarde comiendo rosas y leyendo la carta, repasándola letra por letra una y otra vez y comiendo más rosas cuanto más la leía, y a media noche la había leído tanto y había comido tantas rosas que su madre tuvo que barbearlo como a un ternero para que se tragara una pócima de aceite de ricino.

Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las cartas con tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz. Más aún: desde que se vieron por primera vez hasta que él le reiteró su determinación medio siglo más tarde, no habían tenido nunca una oportunidad de verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias, hasta que la tía Escolástica se asustó con la voracidad de la hoguera que ella misma había ayudado a encender.

Después de la primera carta, que llevó a la oficina del telégrafo con un rescoldo de venganza contra su propia suerte, había permitido el intercambio de mensajes casi diarios en encuentros callejeros que parecían casuales, pero no tuvo valor para patrocinar una conversación, por banal y momentánea que fuera. Sin embargo, al cabo de tres meses comprendió que la sobrina no estaba a merced de una ventolera juvenil, como le pareció al principio, y que su propia vida estaba amenazada por aquel incendio de amor. En verdad, Escolástica Daza no tenía otro modo de subsistencia que la caridad del hermano, y sabía que su carácter tiránico no le perdonaría jamás semejante burla a su confianza. Pero a la hora de la decisión final no tuvo corazón para causarle a la sobrina el mismo infortunio irreparable que ella había tenido que pastorear desde la juventud, y le permitió servirse de un recurso que le dejaba una ilusión de inocencia. Fue un método simple: Fermina Daza ponía su carta en algún escondite del recorrido diario entre la casa y el colegio, y en esa misma carta le indicaba a Florentino Ariza dónde esperaba encontrar la respuesta. Florentino Ariza hacía lo mismo. De ese modo, los conflictos de conciencia de la tía Escolástica les fueron transferidos por el resto del año a los bautisterios de las iglesias, los huecos de los árboles, las grietas de las fortalezas coloniales en ruinas. A veces encontraban las cartas empapadas de lluvia sucias de lodo, desgarradas por la adversidad, y algunas se perdieron por motivos diversos, pero siempre encontraron el modo de reanudar el contacto.

Florentino Ariza escribía todas las noches sin piedad para consigo mismo, envenenándose letra por letra con el humo de las lámparas de aceite de corozo en la trastienda de la mercería, y sus cartas iban haciéndose más extensas y lunáticas cuanto más se esforzaba por imitar a sus poetas preferidos de la Biblioteca Popular, que ya para esa época estaba llegando a los ochenta volúmenes. Su madre, que con tanto ardor lo había incitado a solazarse en su tormento, empezó a alarmarse por su salud. “Te vas a gastar el seso -le gritaba desde el dormitorio cuando oía cantar los primeros gallos-. No hay mujer que merezca tanto.” Pues no recordaba haber conocido a nadie en semejante estado de perdición. Pero él no le hacía caso. A veces llegaba a la oficina sin dormir, con los cabellos alborotados de amor, después de haber dejado la carta en el escondite previsto para que Fermina Daza la encontrara de paso hacia el colegio. Ella, en cambio, sometida a la vigilancia del padre y a la acechanza viciosa de las monjas, apenas si lograba completar medio folio del cuaderno escolar encerrada en los baños o fingiendo tomar notas durante la clase. Pero no sólo por las prisas y sobresaltos, sino también por su carácter, las cartas de ella eludían cualquier escollo sentimental y se reducían a contar incidentes de su vida cotidiana con el estilo servicial de un diario de navegación. En realidad eran cartas de distracción, destinadas a mantener las brasas vivas pero sin poner la mano en el fuego, mientras que Florentino Ariza se incineraba en cada línea. Ansioso de contagiarla de su propia locura, le mandaba versos de miniaturista grabados con la punta de un alfiler en los pétalos de las camelias. Fue él y no ella quien tuvo la audacia de poner un mechón de su cabello dentro de una carta, pero no recibió nunca la respuesta anhelada, que era una hebra completa de la trenza de Fermina Daza. Consiguió al menos que diera un paso más, pues desde entonces ella empezó a mandarle nervaduras de hojas disecadas en diccionarios, alas de mariposas, plumas de pájaros mágicos, y le regaló de cumpleaños un centímetro cuadrado del hábito de San Pedro Claver, de los que se vendían a escondidas por aquellos días a un precio inalcanzable para una colegiala de su edad. Una noche, sin ningún anuncio, Fermina Daza despertó asustada por una serenata de violín solo con un valse solo. La estremeció la clarividencia de que cada nota era una acción de gracias por los pétalos de sus herbarios, por los tiempos robados a la aritmética para escribir sus cartas, por el susto de los exámenes pensando más en él que en las Ciencias Naturales, pero no se atrevió a creer que Florentino Ariza fuera capaz de semejante imprudencia.

La mañana siguiente, durante el desayuno, Lorenzo Daza no podía resistir la curiosidad. En primer término, porque no sabía qué significaba una sola pieza en el lenguaje de las serenatas, y en segundo término, porque a pesar de la atención con que la escuchó no había logrado precisar en qué casa había sido. La tía Escolástica, con una sangre fría que le devolvió el aliento a la sobrina, aseguró haber visto a través de los visillos del dormitorio que el violinista solitario estaba del otro lado del parque, y dijo que en todo caso una pieza sola era una notificación de ruptura. En su carta de ese día, Florentino Ariza confirmó que era él quien había llevado la serenata, y que el valse había sido compuesto por él y tenía el nombre con que conocía a Fermina Daza en su corazón: La Diosa Coronada. No volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna en sitios elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así estuvo seguro de que su voz llegaba hasta donde debía.

En agosto de ese año, una nueva guerra civil de las tantas que asolaban el país desde hacía más de medio siglo amenazó con generalizarse, y el gobierno impuso la ley marcial y el toque de queda a las seis de la tarde en los estados del litoral caribe. Aunque ya habían ocurrido algunos disturbios y la tropa cometía toda clase de abusos de escarmiento, Florentino Ariza seguía tan perplejo que no se enteraba del estado del mundo, y una patrulla militar lo sorprendió una madrugada perturbando la castidad de los muertos con sus provocaciones de amor. Escapó por milagro de una ejecución sumaria acusado de ser un espía que mandaba mensajes en clave de sol a los buques liberales que merodeaban por las aguas vecinas.