– ¡Qué espía ni qué carajo -dijo Florentino Ariza-, yo no soy más que un pobre enamorado.
Durmió tres noches encadenado por los tobillos en los calabozos de la guarnición local. Pero cuando lo soltaron se sintió defraudado por la brevedad del cautiverio, y aun en los tiempos de su vejez, cuando otras tantas guerras se le confundían en la memoria, seguía pensando que era el único hombre de la ciudad, y tal vez del país, que había arrastrado grillos de cinco libras por una causa de amor.
Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio. En los seis meses anteriores le había enviado varias veces una camelia blanca, pero Florentino Ariza no estaba preparado para esa respuesta, pero su madre lo estaba. Desde que él le habló por primera vez de la intención de casarse, seis meses antes, Tránsito Ariza había iniciado las gestiones para tomar en alquiler toda la casa que hasta entonces compartía con dos familias más. Era una construcción civil del siglo xvu, de dos plantas, donde estuvo el Estanco del Tabaco bajo el dominio español, y cuyos propietarios arruinados habían tenido que alquilarla a pedazos por falta de recursos para mantenerla. Tenía una sección que daba a la calle, donde había estado el expendio, otra en el fondo de un patio adoquinado donde había estado la fábrica, y una caballeriza muy grande que los inquilinos actuales usaban en común para lavar la ropa y tenderla a secar. Tránsito Ariza ocupaba la primera parte, que era la más útil y mejor conservada, aunque también la más pequeña. En la antigua sala de expendio estaba la mercería, con un portón hacia la calle, y al lado el antiguo depósito sin más ventilación que una claraboya, donde dormía Tránsito Ariza. La trastienda era la mitad de la sala, dividida con un cancel de madera. Allí había una mesa con cuatro sillas que servía al mismo tiempo para comer y escribir, y era allí donde Florentino Ariza colgaba la hamaca cuando el amanecer no lo sorprendía escribiendo. Era un espacio bueno para los dos, pero insuficiente para una persona más, y menos para una señorita del Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, cuyo padre había restaurado hasta dejarla como nueva una casa en escombros, mientras las familias de siete títulos se acostaban con el terror de que los techos de las mansiones se les desfondaran encima durante el sueño. De modo que Tránsito Ariza había conseguido que el propietario le permitiera ocupar también la galería del patio, a cambio de que mantuviera la casa en buen estado por cinco años.
Tenía recursos para eso. Aparte de los ingresos reales de la mercería y de las hilachas hemostáticas, que le hubieran alcanzado para su vida modesta, había multiplicado los ahorros prestándolos a una clientela de nuevos pobres vergonzantes que aceptaban sus réditos excesivos en gracia de su discreción. Señoras con aires de reinas bajaban de las carrozas en el portón de la mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y fingiendo comprar encajes de Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos sollozos los últimos oropeles de su paraíso perdido. Tránsito Ariza las sacaba de apuros con tanta consideración por su alcurnia, que muchas se iban más agradecidas por el honor que por el favor. En menos de diez años conocía como suyas las joyas tantas veces rescatadas y vueltas a empeñar con lágrimas, y las ganancias convertidas en oro de ley estaban enterradas en una múcura debajo de la cama cuando el hijo tomó la decisión de casarse. Entonces hizo las cuentas, y descubrió que no sólo podía hacer el negocio de mantener en pie la casa ajena durante cinco años, sino que con la misma astucia y un poco más de suerte podía quizás comprarla antes de morir para los doce nietos que deseaba tener. Florentino Ariza, por su parte, había sido nombrado ayudante primero del telégrafo, con carácter interino, y Lotario Thugut quería dejarlo como jefe de la oficina cuando él se fuera a dirigir la Escuela de Telegrafía y Magnetismo, prevista para el año siguiente.
Así que el lado práctico del matrimonio estaba resuelto. Sin embargo, Tránsito Ariza creyó prudentes dos condiciones finales. La primera, averiguar quién era en realidad Lorenzo Daza, cuyo acento no dejaba ninguna duda sobre su origen, pero de cuya identidad y de cuyos medios de vida no tenía nadie una noticia cierta. La segunda, que el noviazgo fuera largo para que los novios se conocieran a fondo por el trato personal, y que se mantuviera la reserva más estricta hasta que ambos se sintieran muy seguros de sus afectos. Sugirió que esperaran hasta el final de la guerra. Florentino
Ariza estuvo de acuerdo con el secreto absoluto, tanto por las razones de su madre como por el her~ metismo propio de su carácter. Estuvo también de acuerdo con la demora del noviazgo, pero el término le pareció irreal, pues en más de medio siglo de vida independiente no había tenido el país ni un día de paz civil.
– Nos volveremos viejos esperando -dijo.
Su padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que pleitos de pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra soldados descalzos arreados por el gobierno.
– La guerra está en el monte -dijo-. Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros sino con decretos.
En todo caso, los pormenores del noviazgo fueron resueltos en las cartas de la semana siguiente. Fermina Daza, aconsejada por la tía Escolástica, aceptó el plazo de dos años y su reserva absoluta, y sugirió que Florentino Ariza pidiera su mano cuando ella terminara la escuela secundaria en las vacaciones de Navidad. En su momento se pondrían de acuerdo sobre el modo de formalizar el compromiso según el grado de aceptación que ella hubiera logrado de su padre. Mientras tanto, siguieron escribiéndose con el mismo ardor y la misma frecuencia, pero sin los sobresaltos de antes, y las cartas fueron derivando hacia un tono familiar que ya parecía de esposos. Nada perturbaba sus ensueños.
La vida de Florentino Ariza había cambiado. El amor correspondido le había dado una seguridad y una fuerza que no había conocido nunca, y fue tan eficaz en el trabajo que Lotario Thugut consiguió sin esfuerzos que lo nombraran segundo suyo en propiedad. Para entonces, el proyecto de la Escuela de Telegrafía y Magnetismo había fracasado, y el alemán consagró su tiempo libre a lo único que en realidad le gustaba, que era irse al puerto a tocar el acordeón y a tomar cerveza con los marineros, y todo terminaba en el hotel de paso. Transcurrió mucho tiempo antes de que Florentino Ariza se diera cuenta de que la influencia de Lotario Thugut en aquel sitio de placer se debía a quehabía terminado por ser el dueño del establecimiento, y además empresario de las pájaras del puerto. Lo había comprado poco a poco, con sus ahorros de muchos años, pero el que daba la cara por él era un hombrecillo flaco y tuerto, con una cabeza de cepillo, y un corazón tan manso que nadie entendía cómo podía ser tan buen gerente. Pero lo era. Al menos así le parecía a Florentino Ariza, cuando el gerente le dijo, sin que él se lo pidiera, que disponía de un cuarto permanente en el hotel, no sólo para resolver los problemas del bajo vientre, cuando se decidiera a tenerlos, sino para que dispusiera de un lugar más tranquilo para sus lecturas y sus cartas de amor. Así que mientras transcurrían los largos meses que faltaban para la formalización del compromiso estuvo más tiempo allí que en la oficina y en su casa, y hubo épocas en que Tránsito Ariza no lo vio sino cuando iba a cambiarse de ropa.
La lectura se le convirtió en un vicio insaciable. Desde que lo enseñó a leer, su madre le compraba los libros ilustrados de los autores nórdicos, que se vendían como cuentos para niños, pero que en realidad eran los más crueles y perversos que podían leerse a cualquier edad. Florentino Ariza los recitaba de memoria a los cinco años, tanto en las clases como en las veladas de la escuela, pero la familiaridad con ellos no le alivió el terror. Al contrario, lo agudizaba. De allí que el paso a la poesía fue como un remanso. Ya en la pubertad había consumido por orden de aparición todos los volúmenes de la Biblioteca Popular que Tránsito Ariza les compraba a los libreros de lance del Portal de los Escribanos, y en los que había de todo, desde Homero hasta el menos meritorio de los poetas locales. Pero él no hacía distinción: leía el volumen que llegara, como una orden de la fatalidad, y no le alcanzaron todos sus años de lecturas para saber qué era bueno y qué no lo era en lo mucho que había leído. Lo único que tenía claro era que entre la prosa y los versos prefería los versos, y entre éstos prefería los de amor, que aprendía de memoria aun sin proponérselo desde la segunda lectura, con tanta más facilidad cuanto mejor rimados y medidos, y cuanto más desgarradores.