Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda. Al final le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del cayuco, el alquiler del canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie sospechara la verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón de agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de cazador para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible imaginar su color original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza decidió de inmediato que era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes caudales, y la emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al amanecer, bien provistos y mejor dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con el taparrabos que llevaba siempre, y Florentino Ariza con la levita, el sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de poeta en el cuello, y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el primer domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la chatarra de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la historia de cada cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de cada boya, el origen de cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena con que los españoles cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera también cuál era el propósito de su expedición, Florentino Ariza le hizo algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta de que Euclides no tenía la menor sospecha del galeón hundido.
Desde que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los galeones. Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En efecto, era la nave insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708, procedente de la feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte de su fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas de Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.
La Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente a los cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, que la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San José no era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas habían sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no había duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique, con la tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el cargamento mayor.
Florentino Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de la época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la mano las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano, que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos, siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo el tiempo.
– Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena carcomida por el salitre.