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Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza. Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera perdido el juicio.

Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna parte.

Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba de regreso en los relámpagos del faro.

Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de probar los frutos insípidos del cercado ajeno.

Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían pasado a ser de propiedad del estado.

Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar, debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis, amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror. Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la noche anterior.

El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara, pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán, con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el regreso.