Выбрать главу

Era consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber. La sola idea de construir un acueducto parecía fantástica, pues quienes hubieran podido impulsarla disponían de aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín las aguas llovidas durante años. Entre los muebles más preciados de la época estaban los tinajeros de madera labrada cuyos filtros de piedra goteaban día y noche dentro de las tinajas. Para impedir que alguien bebiera en el mismo jarro de aluminio con que se sacaba el agua, éste tenía los bordes dentados como la corona de un rey de burlas. El agua era vidriada y fresca en la penumbra de la arcilla cocida, y dejaba un regusto de floresta. Pero el doctor Juvenal Urbino no incurría en estos engaños de purificación, pues sabía que a despecho de tantas precauciones el fondo de las tinajas era un santuario de gusarapos. Había pasado las lentas horas de su infancia contemplándolos con un asombro casi místico, convencido como tanta gente de entonces que los gusarapos eran los animes, unas criaturas sobrenaturales que cortejaban a las doncellas desde los sedimentos de las aguas pasmadas, y eran capaces de furiosas venganzas de amor. Había visto de niño los destrozos en la casa de Lázara Conde, una maestra de escuela que se atrevió a desairar a los animes, y había visto el reguero de vidrios en la calle y el montón de piedras que tiraron durante tres días y tres noches contra las ventanas. De modo que pasó mucho tiempo antes de que aprendiera que los gusarapos eran en realidad las larvas de los zancudos, pero lo aprendió para no olvidarlo jamás, porque desde entonces se dio cuenta de que no sólo ellos sino otros muchos animes malignos podían pasar intactos a través de nuestros cándidos filtros de piedra.

Al agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor sino inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba a la escuela primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los potrosos sentados a la puerta de sus casas en las tardes de calor, abanicándose el testículo enorme como si fuera un niño dormido entre las piernas. Se decía que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre en las noches de tormenta y se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca una pluma de gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra grande y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia científica de estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición local que muchos se oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes por temor de que le quitaran su virtud de causar una potra honorable.

Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía alarmado el estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado frente a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del mundo. Era rico, en efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más alarmante. Estaba asentado en su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era allí donde los eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras podridas, basuras de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de sangre. Los gallinazos se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña perpetua, entre los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros de los barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en el suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran el matadero en otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales como el que había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan rozagantes y limpias que daba lástima comérselas. Pero aun los más complacientes de sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida proclamando el orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias, su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la verdad.

– Cómo será de noble esta ciudad -decía- que tenemos cuatrocientos años de estar tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.

Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza voi Mentrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.

Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.

El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la soledad de sus errores. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.