Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un recado:
– La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.
Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Permaneció sentado en la penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo esfuerzos vanos por dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula, ambos pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.
El doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte. Recordaba el camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo cabello suelto sobre los hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción de la peste en el recinto colonial, que no se fijó en nada de lo mucho que ella tenía de adolescente floral, sino en lo más ínfimo que pudiera tener de apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien tanto había oído hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a nadie distinto de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la comprobación de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al doctor Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que le pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos, y no sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo otra vez, y en circunstancias menos formales.
El caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana siguiente, sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el costurero, tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando él apareció en la ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero también blanco, de copa alta, y le hizo una seña de que se acercara. Ella puso el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana caminando en puntas de pies con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para impedir que arrastrara. Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente, cuya piedra luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba un aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en casa como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la ventana, le hizo sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de aluminio, le miró por dentro el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto aprobatorio. Estaba menos cohibido que en la visita anterior, pero ella LO estaba más porque no entendía la razón de aquel examen imprevisto, si él mismo había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna novedad. Más aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico guardó la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y lo cerró con un golpe seco.
– Está como una rosa recién nacida -dijo él.
– Gracias.
– A Dios -dijo él, y citó mal a Santo Tomás-: Recuerde que todo lo que es bueno, venga de donde viniere, proviene del Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?
Lo preguntó con una sonrisa encantadora, de un modo casual, pero ella no le correspondió.
– ¿A qué viene la pregunta? -preguntó a su vez.
– La música es importante para la salud -dijo
Lo creía de veras, y ella iba a saber muy pronto y por el resto de su vida que el tema de la música era casi una fórmula mágica que él usaba para proponer una amistad, pero en aquel momento lo interpretó como una burla. Además, las dos amigas que habían fingido pintar mientras ellos conversaban en la ventana emitieron unas risitas de ratas y se taparon la cara con los bastidores, y esto acabó de ofuscar a Fermina Daza. Ciega de furia cerró la ventana con golpe seco. El médico, perplejo frente a los visillos de encaje, trató de encontrar el camino del portón, pero se equivocó de rumbo, y en su turbación tropezó con la jaula de los cuervos perfumados. Éstos lanzaron un chillido sórdido, aletearon asustados, y las ropas del médico quedaron impregnadas de una fragancia de mujer. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio.
– Doctor: espéreme ahí.
Lo había visto todo desde el piso alto y bajaba las escaleras abotonándose la camisa, hinchado y cárdeno, y todavía con las patillas alborotadas por un mal sueño de la siesta. El médico intentó sobreponerse al bochorno.
– Le he dicho a su hija que está como una rosa.
– Así es -dijo Lorenzo Daza-, pero con demasiadas espinas.
Pasó junto al doctor Urbino sin saludarlo. Empujó las dos puertas de la ventana del costurero y le ordenó a la hija con un grito cerriclass="underline"
– Ven a darle excusas al doctor.
El médico trató de terciar para impedirlo, pero Lorenzo Daza no le prestó atención. Insistió: “Apúrate”. Ella miró a las amigas con una súplica recóndita de comprensión, y le replicó a su padre que no tenía de qué excusarse, pues sólo había cerrado la ventana para impedir que siguiera entrando el sol. El doctor Urbino trató de dar por buenas sus razones, pero Lorenzo Daza persistió en la orden.
Entonces Fermina Daza volvió a la ventana, pálida de rabia, y adelantando el pie derecho mientras se alzaba la falda con la punta de los dedos, le hizo al médico una reverencia teatral.
– Le doy mis más rendidas excusas, caballero -dijo.
El doctor Juvenal Urbino la imitó de buen humor, haciendo con su sombrero de copa alta una gracia de mosquetero, pero no consiguió la sonrisa de piedad que esperaba. Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de desagravio, y él aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no le quedaba en el alma ni un rescoldo de resentimiento.
La verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en ocasiones solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza, sino que aceptó además una copa de anisado. Luego aceptó otro café con otra copa, y después otra y otra, a pesar de que aún tenía algunas visitas pendientes. Al principio escuchó con atención las disculpas que Lorenzo Daza seguía dándole en nombre de su hija, a quien definió como una niña inteligente y seria, digna de un príncipe de aquí o de cualquier parte, y cuyo único defecto, según dijo, era su carácter de mula. Pero después de la segunda copa creyó oír la voz de Fermina Daza en el fondo del patio, y su imaginación se fue detrás de ella, la persiguió por la noche reciente de la casa mientras encendía las luces del corredor, fumigaba los dormitorios con la bomba de insecticida, destapaba en el fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su padre, él y ella solos en la mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa para no romper el encanto del rencor, hasta que él tuviera que rendirse y pedirle perdón por su rigor de esta tarde.