– Estamos en la ruina -dijo él-. Ruina total, ya lo sabes.
Fue todo lo que dijo, y nunca más lo volvió a decir ni sucedió nada que indicara si había dicho la verdad, pero después de aquella noche Fermina Daza tomó conciencia de que estaba sola en el mundo. Vivía en un limbo social. Sus antiguas compañeras de colegio estaban en un cielo prohibido para ella, y mucho más después de la deshonra de la expulsión, pero tampoco era vecina de sus vecinos, porque éstos la habían conocido sin pasado y con el uniforme de la Presentación de la Santísima Virgen. El mundo de su padre era de traficantes y estibadores, de refugiados de guerras en la guarida pública del Café de la Parroquia, de hombres solos. En el último año, las clases de pintura la habían aliviado un poco de su reclusión, porque la maestra prefería las clases colectivas y solía llevar a otras alumnas al costurero. Pero eran muchachas de condiciones sociales dispersas y mal definidas, y para Fermina Daza no eran más que amigas prestadas cuyo afecto terminaba con cada clase. Hildebranda quería abrir la casa, ventilarla, traer los músicos y los cohetes y castillos de pólvora de su padre y hacer un baile de carnaval cuyos venntarrones arrasaran con el ánimo apolillado de la prima, pero muy pronto se dio cuenta de que sus propósitos eran inútiles. Por una razón simple: no había con quién.
En todo caso, fue ella quien la puso en la vida. Por las tardes, después de las clases de pintura, se hacía llevar a la calle para conocer la ciudad. Fermina Daza le enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del parquecito donde Florentino Ariza fingía leer para esperarla, las callejuelas por donde la seguía, los escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde estuvo la cárcel del Santo Oficio, y que luego había sido restaurado y convertido en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, que ella odiaba con toda su alma. Subieron a la colina del cementerio de los pobres, donde Florentino Ariza tocaba el violín según el rumbo de los vientos para que ella lo escuchara en la cama, y desde allí vieron entera la ciudad histórica, los tejados rotos y los muros carcomidos, los escombros de las fortalezas entre los matorrales, el reguero de islas de la bahía, las barracas de miseria alrededor de las ciénagas, el Caribe inmenso.
La noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le mostró a su prima el sitio exacto en que una noche como aquella había visto de cerca por primera vez sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal de los Escribanos, compraron dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles de fantasía, y Fermina Daza le señaló a la prima el lugar en que descubrió de golpe que su amor no era más que un espejismo. No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.
Por esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del Portal de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras. Vaciaron el ropero de Fermina Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas, las sombrillas, los zapatos de fiesta, los sombreros, y se vistieron de damas del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los corsés, las enseñó a moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a calzarse los guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda. Fermina se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores de crinolina. Al final se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo tan parecidas a los daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la foto de sus vidas. Gala Placidia las vio desde el balcón atravesando el parque con las sombrillas abiertas, sosteniéndose como podían sobre los tacones y empujando los miriñaques con todo el cuerpo como andaderas de niños, y les echó la bendición para que Dios las ayudara en sus retratos.
Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá. Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y respirando lo menos posible, pero tan pronto como alzaba la guardia sus fanáticos prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto con el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años. Fermina Daza tuvo siempre la suya muchos años en la primera hoja de un álbum de familia, de donde desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.
La plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.
Aunque nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle las causas de su antipatía, aunque no le dijo una palabra de sus pretensiones. Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.