Le contó que Pío Quinto Loayza le daba a las oficinas un uso más placentero que el de trabajar, y se las arregló siempre para salir de la casa los domingos, con el pretexto de que tenía que recibir o despachar un buque. Más aún: había hecho instalar en el patio de las bodegas una caldera inservible, con una sirena de vapor que alguien hacía sonar con claves de navegación, por si su esposa estaba pendiente. Haciendo cuentas, el tío León XII estaba seguro de que Florentino Ariza había sido concebido sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa de su padre oía en su casa los adioses de un buque que nunca se fue. Cuando ella lo descubrió ya era tarde para cobrarle la infamia, porque el marido había muerto. Le sobrevivió muchos años, destruida por la amargura de no tener un hijo, y pidiéndole a Dios en sus oraciones la maldición eterna para el bastardo.
La imagen del padre conturbaba a Florentino Ariza. Su madre le hablaba de él como de un gran hombre sin vocación comercial, que terminó en los negocios del río porque su hermano mayor había sido un colaborador muy cercano del comodoro alemán Juan B. Elbers, precursor de la navegación fluvial. Eran hijos naturales de una misma madre, cocinera de oficio, que los había tenido con hombres distintos, y todos llevaban el apellido de ella detrás del nombre de un Papa escogido al azar en el santoral, salvo el del tío León XII, que era el nombre del que reinaba cuando él nació. El que se llamaba Florentino era el abuelo materno de todos, así que el nombre había llegado hasta el hijo de Tránsito Ariza saltando por encima de toda una generación de pontífices.
Florentino conservó siempre un cuaderno en el que su padre escribía versos de amor, algunos inspirados por Tránsito Ariza, y los folios estaban adornados con dibujos de corazones heridos. Dos cosas lo sorprendieron. Una era la personalidad de la caligrafía del padre, idéntica a la suya, a pesar de que él la había escogido por ser la que más le gustaba entre muchas de un manual. La otra fue encontrarse con una sentencia que él creía suya, y que su padre había escrito en un cuaderno mucho antes de que él naciera: Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.
Había visto también los dos únicos retratos de su padre. Uno tomado en Santa Fe, muy joven, a la edad que él tenía cuando lo vio por primera vez, con un abrigo que era como estar metido dentro de un oso, y recostado en un pedestal de cuya estatua sólo quedaban las polainas destroncadas. El pequeño que estaba a su lado era el tío León XII con una gorrita de capitán de buque. En la otra fotografía estaba su padre con un grupo de guerreros, en quién sabe cuál de tantas guerras, y tenía la escopeta más larga y unos bigotes cuyo olor a pólvora trascendía de la imagen. Era liberal y masón, lo mismo que los hermanos, y sin embargo quería que el hijo ingresara en el seminario. Florentino Ariza no sentía el parecido que les atribuían, pero según el decir del tío León XII, también a Pío Quinto le reprochaban el lirismo de sus documentos. En todo caso, ni en los retratos se parecía a él, ni concordaba con sus recuerdos, ni con la imagen que pintaba su madre, transfigurada por el amor, ni con la que despintaba el tío León XII con su graciosa crueldad. Sin embargo, Florentino Ariza descubrió ese parecido muchos años después, mientras se peinaba frente al espejo, y sólo entonces había comprendido que un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.
No lo recordaba en la Calle de las Ventanas. Creía saber que en un tiempo durmió allí, muy al principio de sus amores con Tránsito Ariza, pero que no volvió a visitarla después de su nacimiento. La partida de bautismo fue durante muchos años nuestro único instrumento válido de identificación, y la de Florentino Ariza, asentada en la parroquia de Santo Toribio, sólo decía que era hijo natural de otra hija natural soltera que se llamaba Tránsito Ariza. No aparecía en ella el nombre del padre, que sin embargo atendió en secreto a las necesidades del hijo hasta el último día. Esta condición social le cerró a Florentino Ariza las puertas del seminario, pero también escapó al servicio militar en la época más sangrienta de nuestras guerras, por ser el hijo único de una soltera.
Todos los viernes después de la escuela se sentaba frente a las oficinas de la Compañía Fluvial del Caribe, repasando un libro de láminas de animales tantas veces repasado que se caía a pedazos. El padre entraba sin mirarlo, vestido con las levitas de paño que Tránsito Ariza debía adaptar después para él, y con una cara idéntica a la del San Juan Evangelista de los altares. Cuando salía, después de muchas horas y cuidando de que no lo viera ni su cochero, le daba la plata para los gastos de una semana. No hablaban, no sólo porque el padre no lo intentaba, sino porque él le tenía terror. Un día, después de esperar mucho más que de costumbre, el padre le dio las monedas, diciéndole:
– Tome y no vuelva más.
Fue la última vez que lo vio. Pero con el tiempo había de saber que el tío León XII, que era como diez años menor, siguió llevándole la plata a Tránsito Ariza, y fue quien se ocupó de ella cuando Pío Quinto murió de un cólico mal atendido, sin dejar nada escrito, y sin tiempo para tomar ninguna providencia en favor del hijo único: un hijo de la calle.
El drama de Florentino Ariza mientras fue calígrafo de la Compañía Fluvial del Caribe, era que no podía eludir su lirismo porque no dejaba de pensar en Fermina Daza, y nunca aprendió a escribir sin pensar en ella. Después, cuando lo pasaron a otros cargos, le sobraba tanto amor por dentro que no sabía qué hacer con él, y se lo regalaba a los enamorados implumes escribiendo para ellos cartas de amor gratuitas en el Portal de los Escribanos. Para allá se iba después del trabajo. Se quitaba la levita con sus ademanes parsimoniosos y la colgaba en el espaldar de la silla, se ponía las medias mangas para no ensuciar las de la camisa, se desabotonaba el chaleco para pensar mejor, y a veces hasta muy tarde en la noche reanimaba a los desvalidos con unas cartas enloquecedoras. De vez en cuando encontraba una pobre mujer que tenía un problema con un hijo, un veterano de guerra que insistía en reclamar el pago de su pensión, alguien a quien le habían robado algo y quería quejarse ante el gobierno, pero por más que se esmeraba no podía complacerlos, porque con lo único que lograba convencer a alguien era con cartas de amor. Ni siquiera les hacía preguntas a los clientes nuevos, pues le bastaba con verles el blanco del ojo para hacerse cargo de su estado, y escribía folio tras folio de amores desaforados, mediante la fórmula infalible de escribir pensando siempre en Fermina Daza, y nada más que en ella. Al cabo del primer mes tuvo que establecer un orden de reservaciones anticipadas, para que no lo desbordaran las ansias de los enamorados.
Su recuerdo más grato de aquella época fue el de una muchachita muy tímida, casi una niña, que le pidió temblando escribirle una respuesta para una carta irresistible que acababa de recibir, y que Florentino Ariza reconoció como escrita por él la tarde anterior. La contestó con un estilo distinto, acorde con la emoción y la edad de la niña, y con una letra que también pareciera de ella, pues sabía fingir una escritura para cada ocasión según el carácter de cada quien. La escribió imaginándose lo que Fermina Daza le hubiera contestado a él si lo quisiera tanto como aquella criatura desamparada quería a su pretendiente. Dos días después, desde luego, tuvo que escribir también la réplica del novio con la caligrafía, el estilo y la clase de amor que le había atribuido en la primera carta, y fue así como terminó comprometido en una correspondencia febril consigo mismo. Antes de un mes, ambos fueron por separado a darle las gracias por lo que él mismo había propuesto en la carta del novio y aceptado con devoción en la respuesta de la chica: iban a casarse.