De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre el físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó al derecho y al revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
Ausencia Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó claro si fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a ella, o si ambos se habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir con su amante de siempre, y ella se sintió libre para recibir a pleno día por la puerta principal a Rosendo de la Rosa, capitán de buque fluvial, al que había recibido de noche muchas veces por la puerta trasera. Fue él mismo sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.
Lo llevó a almorzar. Llevó además una damajuana de aguardiente casero y los ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era posible con las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de muladar y las legumbres y hortalizas de los pueblos de] río. Sin embargo, Florentino Ariza no se mostró tan entusiasmado desde el Primer momento con las excelencias de la cocina, ni con la exuberancia de la dueña, como con la belleza de la casa. Le gustaba por la casa misma, luminosa y fresca, con cuatro ventanas grandes hacia el mar, y al fondo la vista completa de la ciudad antigua. Le gustaba la cantidad y el esplendor de las cosas que le daban a la sala un aspecto confuso y a la vez riguroso, con toda clase de primores artesanales que el capitán Rosendo de la Rosa había ido trayendo de cada viaje, hasta que ya no hubo lugar para uno más. En la terraza del mar, parada en su aro privado, había una cacatúa de Malasia con un plumaje de una blancura inverosímil y una quietud pensativa que daba mucho que pensar: el animal más hermoso que Florentino Ariza había visto nunca.
El capitán Rosendo de la Rosa se entusiasmó con el entusiasmo del invitado, y le contó en detalle la historia de cada cosa. Mientras lo hacía, bebía aguardiente a sorbos cortos pero sin tregua. Parecía de cemento armado: enorme, peludo de todo el cuerpo menos de la cabeza, con un bigote a brocha gorda y una voz de cabrestante que no podía ser sino suya, y de una gentileza exquisita. Pero no había cuerpo capaz de resistir su modo de beber.
Antes de sentarse a la mesa había acabado con la mitad de la damajuana, y se fue de bruces sobre el platón de vasos y botellas con un lento estrépito de demolición. Ausencia Santander debió pedirle ayuda a Florentino Ariza Para arrastrar hasta la cama el cuerpo inerte de ballena encallada, y para desvestirlo dormido. Después, en un fogonazo de inspiración que los dos le agradecieron a la con~ junción de sus astros, se desvistieron ambos en el cuarto de al lado sin Ponerse de acuerdo, Sin sugerirlo siquiera, sin Proponérselo Y siguieron desvistiéndose siempre que podíandurante más de siete años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque éste tenía la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la sirena del buque, aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la esposa y sus nueve hijos, y después con dos entrecortados Y melancólicos para la amante.
Ausencia Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban, pero también tenía un instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni científicas capaces de entorpecerlo. Florentino Ariza sabía por los itinerarios de los buques cuándo podía visitarla, Y siempre iba sin anunciarse a la hora que quisiera del día o de la noche, y no hubo una sola vez en que ella no estuviera esperándolo. Le abría la puerta como su madre la crió hasta los siete años: desnuda Por completo, pero con un lazo de organza ~ en la cabeza. No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle la ropa, porque siempre pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa. Esto fue causa de discordia constante con el capitán Rosendo de la Rosa, porque él tenía la superstición de que fumar desnudo era de mal agüero, y a veces Prefería demorar el amor que apagar su infalible cigarro cubano. En cambio, Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez, Y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan Pronto como cerraba la puerta, sin darle tiempo siquiera de saludarla, ni de quitarse el Sombrero ni los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, Y soltándole los botones de abajo hacia'arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso, luego la hebilla de] cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala y le quitaba las botas, le tiraba de los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual. Soltaba el reloj de leontina de] ojal de] chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada ya fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, Y sólo de vez en cuando en la cama. Se le metía debajo y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de sí misma, tanteando con los Ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa, Otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre, Preguntándose Y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “Me tratas como si fuera uno más”.
Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.
Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo. A pesar de que se sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya amaba como suya, no había permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca se quedó a dormir, y sólo una vez a comer, porque ella le había hecho una invitación formal. No iba en realidad sino a lo que iba, llevando siempre el regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la siguiente ocasión imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para besarlo, en parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar de la siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos de la cacatúa, cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su belleza. Pero el silencio era diáfano en el calor de las cuatro, y por la ventana del dormitorio se veía el perfil de la ciudad antigua con el sol de la tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en llamas hasta Jamaica. Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a tientas el animal yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una cosa rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su risa feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco ella, desde luego, pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un largo rato en silencio sin repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta la eternidad y con el lazo de organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la cocina. Pero no alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de espanto.