– Estás equivocada, linda -dijo él-: yo no lo doy.
– Claro que sí -dijo ella-: se te ve en la cara.
Florentino Ariza se acordó de una frase que le oyó de niño al médico de la familia, su padrino, a propósito de su estreñimiento crónico: “El mundo está dividido entre los que cagan bien y los que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda una teoría del carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las lecciones de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando se salían del carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor como si acabaran de inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían sólo para eso. Se sentían tan bien que se portaban como sepulcros sellados, porque sabían que de la discreción dependía su vida. NO hablaban jamás de sus proezas, no se confiaban a nadie, se hacían los distraídos hasta el punto de que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre todo de maricas tímidos, como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el equivoco, porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos socios se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era una de los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía.
Fue el error de su vida, tal como su conciencia iba a recordárselo a cada hora de cada día, hasta el último día. Lo que ella quería suplicarle no era amor, y menos amor pagado, sino un empleo de lo que fuera, como fuera y con el sueldo que fuera, en la Compañía Fluvial del Caribe. Florentino Ariza se sintió tan avergonzado de su propia conducta que la llevó con el jefe de personal, y éste le dio un puesto de ínfima categoría en la sección general, que ella desempeñó con seriedad, modestia y consagración durante tres años.
Las oficinas de la C.F.C. estaban desde su fundación frente al muelle fluvial, sin nada en común con el puerto de los transatlánticos en el lado opuesto de la bahía, ni con el atracadero del mercado en la bahía de Las Ánimas. Era un edificio de madera con techo de cinc de dos aguas, un solo balcón largo con pilares en la fachada, y varias ventanas con mallas de alambre en los cuatro costados, desde las cuales se veían completos los buques en el muelle como cuadros colgados en la pared. Cuando lo construyeron los precursores alemanes, pintaron de rojo el cinc de los techos y de blanco brillante los tabiques de madera, de modo que el mismo edificio tenía algo de buque fluvial. Después lo pintaron todo de azul, y por los tiempos en que Florentino Ariza entró a trabajar en la empresa era un galpón polvoriento sin color definido, y en los techos oxidados había parches de láminas nuevas sobre las láminas originales. Detrás del edificio, en un patio de caliche cercado con alambre de gallinero, había dos bodegas grandes de construcción más reciente, y al fondo había un caño cerrado, sucio y maloliente, donde se pudrían los desechos de medio siglo de navegación fluviaclass="underline" escombros de buques históricos, desde los primitivos de una sola chimenea, inaugurados por Simón Bolívar, hasta algunos tan recientes que ya tenían ventiladores eléctricos en los camarotes. La mayoría de ellos habían sido desmantelados para utilizar los materiales en otros buques, pero muchos estaban en tan buen estado que parecía posible darles una mano de pintura y echarlos a navegar, sin espantar las iguanas ni desmontar las frondas de grandes flores amarillas que los hacían más nostálgicos.
En la planta alta del edificio estaba la sección administrativa, en oficinas pequeñas pero cómodas y bien dotadas, como los camarotes de los buques, pues no habían sido hechas por arquitectos civiles sino por ingenieros navales. Al final del corredor, como un empleado más, despachaba el tío León XII en una oficina igual a todas, con la única diferencia de que él encontraba por las mañanas en su escritorio un florero de vidrio con cualquier clase de flores de buen olor. En la planta baja estaba la sección de pasajeros, con una sala de espera de bancas rústicas y un mostrador para el expendio de tiquetes y el manejo de los equipajes. Al final de todo estaba la confusa sección general, cuyo solo nombre daba una idea de la vaguedad de sus atributos, y adonde iban a morir de mala muerte los problemas que se quedaban sin resolver en el resto de la empresa. Allí estaba Leona Cassiani, perdida detrás de una mesita escolar entre un montón de bultos de maíz arrumados y papeles sin solución, el día en que el tío León XII en persona fue a ver qué diablos se le ocurría para que la sección general sirviera de algo. Al cabo de tres horas de preguntas, de suposiciones teóricas y de averiguaciones concretas con todos los empleados en sala plena, volvió a su oficina atormentado por la certidumbre de no haber encontrado ninguna solución para tantos problemas, sino todo lo contrario: nuevos y variados problemas para ninguna solución.
Al día siguiente, cuando Florentino Ariza entró en su oficina, encontró un memorando de Leona Cassiani, con la súplica de que lo estudiara y se lo mostrara luego a su tío, si le parecía pertinente. Era la única que no había dicho una palabra durante la inspección de la tarde anterior. Se había mantenido a conciencia en su digna condición de empleada de caridad, pero en el memorando hacía notar que no lo había hecho por negligencia sino por respeto a las jerarquías de la sección. Era de una sencillez alarmante. El tío León XII se había propuesto una reorganización a fondo, pero Leona Cassiani pensaba en sentido contrario, por la lógica simple de que la sección general no existía en la realidad: era el basurero de los problemas engorrosos pero insignificantes que las otras secciones se quitaban de encima. La solución, en consecuencia, era eliminar la sección general, y devolver los problemas para que fueran resueltos en sus secciones de origen.
El tío León XII no tenía la menor idea de quién era Leona Cassiani ni recordaba haber visto a alguien que pudiera serlo en la reunión de la tarde anterior, pero cuando leyó el memorando la llamó a su oficina y conversó con ella a puerta cerrada durante dos horas. Hablaron un poco de todo, de acuerdo con el método que él usaba para conocer a la gente. El memorando era de simple sentido común, y la solución, en efecto, dio el resultado apetecido, Pero al tío León XII no le importaba eso: le importaba ella. Lo que más le llamó la atención fue que sus únicos estudios después de la primaria habían sido en la Escuela de Sombrerería. Además, estaba aprendiendo inglés en su casa con un método rápido sin maestro, y desde hacía tres meses tomaba clases nocturnas de mecanografía, un oficio novedoso de gran porvenir, como antes se decía del telégrafo y se había dicho antes de las máquinas de vapor.
Cuando salió de la entrevista ya el tío León XII había empezado a llamarla como la llamaría siempre: tocaya Leona. Había decidido eliminar de una plumada la sección conflictiva y repartir los problemas para que fueran resueltos por los mismos que los creaban, de acuerdo con la sugerencia de Leona Cassiani, y había inventado para ella un puesto sin nombre y sin funciones específicas, que en la práctica era el de asistente personal suya. Esa tarde, después del entierro sin honores de la sección general, el tío León XII le preguntó a Florentino Ariza de dónde había sacado a Leona Cassiani, y él le contestó la verdad.