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Era la época en que también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos de la profesión, y andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero en la mano, buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus contribuyentes más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel momento justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor Juvenal Urbino el favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío León XII, y en cierto modo le servía de antesala.

Se habían visto en diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a frente, y Florentino Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez minutos eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El doctor Urbino no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía soportar su distinción natural, la fluidez y precisión de sus palabras, su hálito recóndito de alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y elegante como lograba que hasta las frases más frívolas, sólo porque él las decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico cambió de tema de un modo abrupto.

– ¿Le gusta la música?

Lo tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto o representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de sostener una conversación crítica o bien informada. Tenía la sangre dulce para la música de moda, sobre todo los valses sentimentales, cuya afinidad con los que él mismo hacía de adolescente, o con sus versos secretos, no era posible negar. Le bastaba con oírlos una vez de pasada, para que luego no hubiera poder de Dios que le sacara de la cabeza el hilo de la melodía durante noches enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para una pregunta tan seria de un especialista.

– Me gusta Gardel -dijo.

El doctor Urbino lo entendió. “Ya veo -dijo-. Está de moda.” Y se escabulló por el recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como siempre sin subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de los espectáculos que era posible traer ahora y los espléndidos del siglo anterior. Así era: tenía un año de estar vendiendo abonos para traer el trío Cortot-Casals-Thibaud al Teatro de la Comedia, y no había nadie en el gobierno que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban agotadas las localidades para la compañía de dramas policiales Ramón Caralt, para la Compañía de Operetas y Zarzuelas de don Manolo de la Presa, para Los Santanelas, inefables transformistas mímico-fantásticos que se cambiaban de ropa en pleno escenario en el instante de un relámpago fosforescente, para Danyse D'Altaine, que se anunciaba como antigua bailarina del Folies Bergére, y hasta para el abominable Ursus, un energúmeno vasco que peleaba cuerpo a cuerpo con un toro de lidia. No era para quejarse, sin embargo, si los mismos europeos estaban dando una vez más el mal ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre la misma. Lo que más le llamó la atención a Florentino Ariza de aquel discurso cautivador, fue la posibilidad de revivir los Juegos Florales, la más resonante y perdurable de las iniciativas que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado. Tuvo que morderse la lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de aquel concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el resto del país sino también en otros del Caribe.

Apenas empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y una tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos, y la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor Juvenal Urbino no pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los ciclones lunáticos de junio, y de pronto, sin que viniera a cuento, habló de su esposa. No sólo la tenía como su colaboradora más entusiasta, sino como el alma misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no sería nadie sin ella”. Florentino Ariza lo escuchó impasible, aprobándolo todo con un movimiento leve de la cabeza, sin atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara la voz. Sin embargo, dos o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor Juvenal Urbino, en medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo para adorar a su esposa casi tanto como él, y esa verdad lo aturdió. Pero no pudo reaccionar como hubiera querido, porque el corazón le hizo entonces una de esas trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo. Por primera vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable tuviera que morirse para que él fuera feliz.

El ciclón pasó de largo, pero sus galemas desbarataron en quince minutos los barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal Urbino, satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a que escampara por completo, y se llevó por distracción el paraguas personal que Florentino Ariza le prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le importó. Al contrario: se alegró de pensar en lo que Fermina Daza iba a pensar cuando supiera quién era el dueño del paraguas. Estaba todavía turbado por la conmoción de la entrevista cuando Leona Cassiani pasó por su oficina, y le pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin más vueltas, como reventar un nudo de golondrinos que no lo dejaba vivir: ahora o nunca. Empezó por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó casi sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del lápiz con sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se encogió de hombros para liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.

– A lo mejor es por eso que hace tantas cosas -dijo-: para no tener que pensar.

Florentino Ariza intentó retenerla.

– Lo que me duele es que se tiene que morir -dijo.

– Todo el mundo tiene que morirse -dijo ella.

– Sí -dijo él-, pero éste más que todo el mundo.

Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para ella el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave.

No era eso, sin embargo, lo más estremecedor de aquella tarde. Le quedaba la nostalgia de sus tiempos jóvenes, el recuerdo vívido de los Juegos Florales, cuyo estruendo resonaba cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de sus protagonistas, pero siempre, como en casi todo, un protagonista secreto. Había participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes, y nunca obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por la ambición del premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción adicionaclass="underline" Fermina Daza fue la encargada de abrir los sobres lacrados y proclamar los nombres de los ganadores en la primera sesión, y desde entonces quedó establecido que siguiera haciéndolo en los años siguientes.

Escondido en la penumbra de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el ojal de la solapa por la fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo los tres sobres lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando descubriera que él era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que reconocería la letra, y que en aquel instante había de evocar las tardes de bordados bajo los almendros del parquecito, el olor de las gardenias mustias en las cartas, el valse confidencial de la diosa coronada en las madrugadas de viento. No sucedió. Peor aún: la Orquídea de Oro, el galardón más codiciado de la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El escándalo público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la excelencia del soneto.