Nadie creyó que el autor fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo anterior huyendo del flagelo de fiebre amarilla que asoló a Panamá durante la construcción del ferrocarril de los dos océanos, junto con muchos otros que aquí se quedaron hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez, algunos de ellos con sus mujeres y sus niños y sus perros de comer, pero en pocos años desbordaron cuatro callejones de los arrabales del puerto con nuevos chinos intempestivos que entraban en el país sin dejar rastro en los registros de aduana. Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con tanta premura, que nadie se explicaba cómo habían tenido tiempo de envejecer. La intuición popular los dividió en dos clases: los chinos malos y los chinos buenos. Los malos eran los de las fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se comía como un rey o se moría de repente en la mesa frente a un plato de rata con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no eran sino mamparas de la trata de blancas y el tráfico de todo. Los buenos eran los chinos de las lavanderías, herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas más limpias que si fueran nuevas, con los cuellos y los puños como hostias recién aplanchadas. Fue uno de estos chinos buenos el que derrotó en los Juegos Florales a setenta y dos rivales bien apertrechados.
Nadie entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque era un nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo se llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino premiado surgió del fondo de la platea con esa sonrisa celestial que tienen los chinos cuando llegan temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria que llevaba puesta para recibir el premio la camisola de seda amarilla de los ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro de dieciocho quilates, y la besó de dicha en medio de las burlas atronadoras de los incrédulos. No se inmutó. Esperó en el centro del escenario, imperturbable como el apóstol de una Divina Providencia menos dramática que la nuestra, y en el primer silencio leyó el poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada de rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz insinuante, y el asombro se impuso desde el primer verso. Era un soneto de la más pura estirpe parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración que delataba la complicidad de una mano maestra. La única explicación posible era que algún poeta de los grandes hubiera concebido aquella broma para burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se había prestado a ella con la determinación de guardar el secreto hasta la muerte. El Diario del Comercio, nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un ensayo erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de los chinos en el Caribe, y su derecho merecido a participar en los Juegos Florales. El que escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera en realidad el que decía serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título: Todos los chinos son poetas. Los promotores de la conjura, si la hubo, se pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su parte, el chino premiado se murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con la Orquídea de Oro dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida lo único que anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en la prensa el incidente olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto con una viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los dioses custodios de la poesía se valieron de la ocasión para poner las cosas en su puesto: el soneto le pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie puso en duda que en realidad fuera escrito por el chino muerto.
Florentino Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al recuerdo de una desconocida opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio del acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la atención por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa pechuga de soprano coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de terciopelo negro muy ceñido, tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y tenía el cabello más negro aún, estirado en la nuca con una peineta de gitana. Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y anillos iguales en varios dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con lápiz en la mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino Ariza con una aflicción sincera.
– Créame que lo siento en el alma -le dijo.
Florentino Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía, sino por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di cuenta por la manera como le temblaba la flor de la solapa mientras abrían los sobres”. Le mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el corazón:
– Yo por eso me quité la mía -dijo.
Estaba a punto de llorar por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo con su instinto de cazador nocturno.
– Vámonos a alguna parte a llorar juntos -le dijo.
La acompañó a su casa. Ya en la puerta, y en vista de que era casi medianoche y no había nadie en la calle, la convenció de que lo invitara a un brandy mientras veían los álbumes de recortes y fotografías de más de diez años de acontecimientos públicos, que ella decía tener. El truco era ya viejo desde entonces, pero por esa vez fue involuntario, porque era ella la que había hablado de sus álbumes mientras iban caminando desde el Teatro Nacional. Entraron. Lo primero que observó Florentino Ariza desde la sala fue que la puerta del dormitorio único estaba abierta, y que la cama era vasta y suntuosa, con una colcha de brocados y cabeceras con frondas de bronce. Esa visión lo turbó. Ella debió darse cuenta, pues se adelantó a través de la sala y cerró la puerta del dormitorio. Luego lo invitó a sentarse en un canapé de cretona florida donde había un gato dormido, y le puso en la mesa de centro su colección de álbumes. Florentino Ariza empezó a hojearlos sin prisa, pensando más en sus pasos siguientes que en lo que estaba viendo, y de pronto alzó la mirada y vio que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Le aconsejó que llorara cuanto quisiera, sin pudor, pues nada aliviaba como el llanto, pero le sugirió que se aflojara el corpiño para llorar. Él se apresuró a ayudarla, porque el corpiño estaba ajustado a la fuerza en la espalda con una larga costura de cordones cruzados. No tuvo que terminar, pues el corpiño acabó de soltarse solo por la presión interna, y la tetamenta astronómica respiró a sus anchas.
Florentino Ariza, que no perdió nunca el susto de la primera vez, aun en las ocasiones más fáciles, se arriesgó a una caricia epidérmica en el cuello con la yema de los dedos, y ella se retorció con un gemido de niña consentida sin dejar de llorar. Entonces él la besó en el mismo sitio, muy suave, como lo había hecho con los dedos, y no pudo hacerlo por segunda vez porque ella se volvió hacia él con todo su cuerpo monumental, ávido y caliente, y ambos rodaron abrazados por el suelo. El gato despertó en el sofá con un chillido, y les saltó encima. Ellos se buscaron a tientas como primerizos apurados y se encontraron de cualquier modo, revolcándose sobre los álbumes descuadernados, vestidos, ensopados de sudor, y más pendientes de esquivar los zarpazos furiosos del gato que del de~ sastre de amor que estaban cometiendo. Pero desde la noche siguiente, con las heridas todavía sangrantes, continuaron haciéndolo por varios años.