Era un fantasma tan notorio, que el doctor Urbino se dio cuenta a tiempo de hasta qué punto amenazaba la armonía de su casa, y tan pronto como lo vislumbraba se apresuraba a decirle a la esposa: “No te preocupes, mi amor, fue culpa mía”. Pues a nada le temía tanto como a las decisiones súbitas y definitivas de su esposa, y estaba convencido de que siempre tenían origen en un sentimiento de culpa. Sin embargo, la confusión por el rechazo de Florentino Ariza no se resolvió con una frase de consuelo. Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas durante varios meses, y siempre echaba de menos el fantasma solitario que la acechaba en el parquecito desierto, veía el árbol que fue suyo, el banco menos visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a sufrir por ella, y tenía que volver a cerrar la ventana, suspirando: “Pobre hombre”. Sufrió incluso el desencanto de que él no fuera tan pertinaz como ella lo había supuesto, cuando ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez la ansiedad tardía de una carta que nunca llegó. Pero cuando tuvo que enfrentar la decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al darse cuenta de que no tenía razones válidas para preferirlo después de haber rechazado sin razones válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había dado tantas pruebas conmovedoras de su determinación. La verdad es que las pretensiones de Juvenal Urbino no habían sido nunca planteadas en términos de amor, y era por lo menos curioso que un militante católico como él sólo le ofreciera bienes terrenales: la seguridad, el orden, la felicidad, cifras inmediatas que una vez sumadas podrían tal vez parecerse al amor: casi el amor. Pero no lo eran, y estas dudas aumentaban su confusión, porque tampoco estaba convencida de que el amor fuera en realidad lo que más falta le hacía para vivir.
En todo caso, el factor principal contra el doctor Juvenal Urbino era su parecido más que sospechoso con el hombre ideal que Lorenzo Daza había deseado con tanta ansiedad para su hija. Era imposible no verlo como la criatura de una confabulación paterna, aunque en realidad no lo fuera, y Fermina Daza estaba convencida de que lo era desde que lo vio entrar en su casa por segunda vez para una visita médica no solicitada. Las conversaciones con la prima Hildebranda acabaron de confundirla. Por su propia situación de víctima, ésta tendía a identificarse con Florentino Ariza, olvidándose incluso de que quizás Lorenzo Daza la había hecho venir para que influyera en favor del doctor Urbino. Dios conocía el esfuerzo que hizo Fermina Daza para no acompañarla cuando la prima fue a conocer a Florentino Ariza en la oficina del telégrafo. También ella hubiera querido verlo otra vez para confrontarlo con sus dudas, hablar con él a solas, conocerlo a fondo para estar segura de que su decisión impulsiva no iba a precipitarla a otra más grave, que era capitular en la guerra personal contra su padre. Pero lo hizo, en el minuto crucial de su vida, sin tomar en cuenta para nada la belleza viril del pretendiente, ni su riqueza legendaria, ni su gloria temprana, ni ninguno de sus tantos méritos reales, sino aturdida por el miedo de la oportunidad que se le iba y la inminencia de los veintiún años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le bastó ese minuto único para asumir la decisión como estaba previsto en las leyes de Dios y de los hombres: hasta la muerte. Entonces se disiparon todas las dudas, y pudo hacer sin remordimientos lo que la razón le indicó como lo más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡Pobre hombre!”.
Las dudas más temibles, sin embargo, empezaron tan pronto como regresó del viaje de bodas. No bien acabaron de abrir los baúles, desempacar los muebles y desocupar las once cajas que trajo para tomar posesión de ama y señora del antiguo palacio del Marqués de Casalduero, y ya se había dado cuenta con un vahído mortal que estaba prisionera en la casa equivocada, y peor aún, con el hombre que no era. Necesitó seis años para salir. Los peores de su vida, desesperada por la amargura de doña Blanca, su suegra, y el retraso mental de las cuñadas, que si no habían ido a pudrirse vivas en una celda de clausura era porque ya la llevaban dentro.
El doctor Urbino, resignado a rendir los tributos de la estirpe, se hizo sordo a sus súplicas, confiando en que la sabiduría de Dios y la infinita capacidad de adaptación de la esposa habían de poner las cosas en su puesto. Le dolía el deterioro de su madre, cuya alegría de vivir infundía en otro tiempo el deseo de estar vivos hasta en los más incrédulos. Era cierto: aquella mujer hermosa, inteligente, de una sensibilidad humana nada común en su medio, había sido durante casi cuarenta años el alma y el cuerpo de su paraíso social. La viudez la había amargado hasta el punto de no creerse que fuera la misma, y la había vuelto fofa y agria, y enemiga del mundo. La única explicación posible de su degradación era el rencor de que el esposo se hubiera sacrificado a conciencia por una montonera de negros, como ella decía, cuando el único sacrificio justo hubiera sido el de sobrevivir para ella. En todo caso, el matrimonio feliz de Fermina Daza había durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía ayudarla a impedir el naufragio final estaba paralizado de terror ante la potestad de la madre. Era a él, y no a las cuñadas imbéciles y a la suegra medio loca, a quien Fermina Daza atribuía la culpa de la trampa de muerte en que estaba atrapada. Demasiado tarde sospechaba que detrás de su autoridad profesional y su fascinación mundana, el hombre con quien se había casado era un débil sin redención: un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus apellidos.
Se refugió en el hijo recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el alivio de liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la padrona le mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa umbilical enrollada en el cuello. Pero en la soledad del palacio aprendió a conocerlo, se conocieron, y descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza. Terminó por no soportar nada ni a nadie distinto de él en la casa de su desventura. La deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los enormes aposentos sin ventanas. Se sentía enloquecer en las noches dilatadas por los gritos de las locas en el manicomio vecino. La avergonzaba la costumbre de poner la mesa de banquetes todos los días, con manteles bordados, servicios de plata y candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una taza de café con leche y almojábanas. Detestaba el rosario al atardecer, los remilgos en la mesa, las críticas constantes a su manera de coger los cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de mujer de la calle, de vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar al esposo y de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo las primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas imperiales y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en Inglaterra, doña Blanca se opuso a que en su casa se bebieran medicinas para sudar la fiebre en vez del chocolate con queso fundido y ruedas de pan de yuca. No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco: