Si algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo que él quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de las tantas ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni siquiera levantaba la vista del periódico para contestar: “Cualquier cosa”. Lo decía de verdad, con su modo amable, porqe no podía concebirse un marido menos despótico. Pero a la hora de comer no podía ser cualquier cosa, sino justo lo que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera a carne, que el pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sama, que el pollo no supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que encontrarlos a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia orina fragante. No lo culpaba a éclass="underline" culpaba a la vida. Pero él era un protagonista implacable de la vida. Bastaba el tropiezo de una duda para que apartara el plato en la mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor”. En ese sentido lograba estados fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a ventana”. Tanto ella como las criadas se sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que se hubiera bebido una ventana hervida, pero cuando probaron la tisana tratando de entender, entendieron: sabía a ventana.
Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa, ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le pegue los botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y en seguida un desahogo: “El día que me largue de esta casa' ya sabrán que ha sido porque me aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se hacían almuerzos tan apetitosos y distintos como los días en que él no podía comerlos por haberse tomado un purgante, y estaba tan convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por no purgarse si ella no se purgaba con él.
Hastiada de su incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños: que hiciera él por un día los oficios domésticos. Él aceptó divertido, y en efecto tomó posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido, pero olvidó que a ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche. Luego impartió las instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho invitados y dispuso el arreglo de la casa, y tanto se esforzó por hacer un gobierno mejor que el de ella, que antes del mediodía tuvo que capitular sin un gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio cuenta de no tener la menor idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las sirvientas le dejaron revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron el juego. A las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño se quedó sin lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y mandar al cochero a buscar los hijos, y confundió los oficios de las criadas: ordenó a la cocinera que arreglara las camas y puso a cocinar a las camareras. A las once, cuando ya estaban a punto de llegar los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de risa, pero no con la actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión por la inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar enfermos”. Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.
En la plenitud de su nueva vida, Fermina Daza veía a Florentino Ariza en diversas ocasiones públicas, y con tanta más frecuencia cuanto más ascendía él en su trabajo, pero aprendió a verlo con tanta naturalidad que más de una vez se olvidó de saludarlo por distracción. Oía hablar de él a menudo, porque en el mundo de los negocios era un tema constante su escalada cautelosa pero incontenible en la C.F.C. Lo veía mejorar sus modales, su timidez se decantaba como una cierta lejanía enigmática, le sentaba bien un ligero aumento de peso, le convenía la lentitud de la edad, y había sabido resolver con dignidad la calvicie arrasadora. Lo único que siguió desafiando hasta siempre al tiempo y a la moda fueron sus atuendos sombríos, las levitas anacrónicas, el sombrero único, las corbatas de cintas de poeta de la mercería de su madre, el paraguas siniestro. Fermina Daza se fue acostumbrando a verlo de otro modo, y terminó por no relacionarlo con el adolescente lánguido que se sentaba a suspirar por ella bajo los ventarrones de hojas amarillas del parque de Los Evangelios. En todo caso, nunca lo vio con indiferencia, y siempre se alegró con las buenas noticias que le daban sobre él, porque poco a poco la iban aliviando de su culpa.
Sin embargo, cuando ya lo creía borrado por completo de la memoria, reapareció por donde menos lo esperaba convertido en un fantasma de sus nostalgias. Fueron las primeras auras de la vejez, cuando empezó a sentir que algo irreparable había ocurrido en su vida siempre que oía tronar antes de la lluvia. Era la herida incurable del trueno solitario, pedregoso y puntual, que retumbaba todos los días de octubre a las tres de la tarde en la sierra de Villanueva, y cuyo recuerdo se iba haciendo más reciente con los años. Mientras que los recuerdos nuevos se confundían en la memoria a los pocos días, los del viaje legendario por la provincia de la prima Hildebranda se iban volviendo tan vívidos que parecían de ayer, con la nitidez perversa de la nostalgia. Se acordaba de Manaure, el de la sierra, su calle única, recta y verde, sus pájaros de buen agüero, la casa de los espantos donde despertaba con la camisa empapada por las lágrimas inagotables de Petra Morales, muerta de amor muchos años antes en la misma cama en que ella dormía. Se acordaba del sabor de las guayabas de entonces que nunca más había vuelto a ser el mismo, de los presagios tan intensos que su rumor se confundía con el de la lluvia, de las tardes de topacio de San Juan del César, cuando salía a pasear con su corte de primas alborotadas y llevaba los dientes apretados para que no se le saliera el corazón por la boca a medida que se acercaban a la telegrafía. Vendió de cualquier modo la casa de su padre porque no podía soportar el dolor de la adolescencia, la visión del parquecito desolado desde el balcón, la fragancia sibilina de las gardenias en las noches de calor, el susto del retrato de dama antigua la tarde de febrero en que se decidió su destino, y hacia dondequiera que se revolvía su memoria de aquellos tiempos tropezaba con el recuerdo de Florentino Ariza. Sin embargo, siempre tuvo bastante serenidad para darse cuenta de que no eran recuerdos de amor, ni de arrepentimiento, sino la imagen de un sinsabor que le dejaba un rastro de lágrimas. Sin saberlo, estaba amenazada por la misma trampa de compasión que había perdido a tantas víctimas desprevenidas de Florentino Ariza.
Se aferró al esposo. Y justo por la época en que él la necesitaba más, porque iba delante de ella con diez años de desventaja tantaleando solo entre las nieblas de la vejez, y con las desventajas peores de ser hombre y más débil. Terminaron por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.
Con ocasión de las festividades del nuevo siglo hubo un novedoso programa de actos públicos, el más memorable de los cuales fue el primer viaje en globo, fruto de la iniciativa inagotable del doctor Juvenal Urbino. Media ciudad se concentró en la Playa del Arsenal para admirar la elevación del enorme balón de tafetán con los colores de la bandera, que llevó el primer correo aéreo a San Juan de la Ciénaga, unas treinta leguas al nordeste en línea recta. El doctor juvenal Urbino y su esposa, que habían conocido la emoción del vuelo en la Exposición Universal de París, fueron los primeros en subir a la barquilla de mimbre, con el ingeniero de vuelo y seis invitados notables. Llevaban una carta del gobernador provincial para las autoridades municipales de San Juan de la Ciénaga, en la cual se establecía para la historia que aquel era el primer correo transportado por los aires. Un cronista de El Diario del Comercio le preguntó al doctor Juvenal Urbino cuáles serían sus últimas palabras si pereciera en la aventura, y él no se demoró para pensar la respuesta que había de merecerle tantas injurias: