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Fue así como se encontró cuando menos lo pensaba en el santuario de un amor extinguido antes de nacer. Los padres de ella habían muerto, su único hermano había hecho fortuna en Curazao, y ella vivía sola en la antigua casa familiar. Años antes, cuando aún no había renunciado a la esperanza de hacerla su amante, Florentino Ariza solía visitarla los domingos con el consentimiento de sus padres, y a veces por las noches hasta muy tarde, y había hecho tantos aportes a los arreglos de la casa que terminó por reconocerla como suya. Sin embargo, aquella noche después del cine tuvo la sensación de que la sala de visitas había sido purificada de sus recuerdos. Los muebles estaban en lugares distintos, había otros cromos colgados en las paredes, y él pensó que tantos cambios encarnizados habían sido hechos a propósito para perpetuar la certidumbre de que él no había existido jamás. El gato no lo reconoció. Asustado por la saña del olvido, dijo: “Ya no se acuerda de mí”. Pero ella le replicó de espaldas, mientras servía los brandis, que si eso le preocupaba podía dormir tranquilo, porque los gatos no se acuerdan de nadie.

Recostados en el sofá, muy juntos, hablaron de ellos, de lo que fueron antes de conocerse una tarde de quién sabe cuándo en el tranvía de mulas. Sus vidas transcurrían en oficinas contiguas, y nunca hasta entonces habían hablado de nada distinto del trabajo diario. Mientras conversaban, Florentino Ariza le puso la mano en el muslo, empezó a acariciarlo con su suave tacto de seductor curtido, y ella lo dejó hacer, pero no le devolvió ni un estremecimiento de cortesía. Sólo cuando él trató de ir más lejos le cogió la mano exploradora y le dio un beso en la palma.

– Pórtate bien -le dijo-. Hace mucho tiempo me di cuenta que no eres el hombre que busco.

Siendo muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la había tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le había hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedara allí para siempre, para morirse de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de hacer el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: “Si alguna vez sabes de un tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede encontrarme”. Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le quedaban esperanzas. Florentino Ariza le había escuchado muchas veces ese relato como hubiera oído los adioses de un barco en la noche. Cuando dieron las dos de la madrugada se habían tomado tres brandis cada uno, y él sabía, en efecto, que no era el hombre que ella esperaba, y se alegró de saberlo.

– Bravo, leona -le dijo al marcharse-, hemos matado el tigre.

No fue lo único que terminó aquella noche. El infundio maligno del pabellón de tísicos le había estropeado el ensueño, porque le infundió la sospecha inconcebible de que Fermina Daza era mortal, y por tanto podía morir antes que el esposo. Pero cuando la vio tropezar a la salida del cine, dio por su propia cuenta un paso más hacia el abismo, con la revelación súbita de que era él y no ella el que podía morir primero. Fue un presagio, y de los más temibles, porque estaba sustentado en la realidad. Detrás habían quedado los años de la espera inmóvil, de las esperanzas venturosas, pero en el horizonte no se vislumbraba nada más que el piélago insondable de las enfermedades imaginarias, las micciones gota a gota en las madrugadas de insomnio, la muerte diaria al atardecer. Pensó que cada uno de los instantes del día, que antes habían sido más que sus aliados sus cómplices juramentados, empezaban a conspirar en contra suya. Pocos años antes había acudido a una cita aventurada con el corazón oprimido por el terror del azar, había encontrado la puerta sin cerrojo y los goznes acabados de aceitar para que él entrara sin ruido, pero se arrepintió en el último instante, por temor de causarle a una mujer ajena y servicial el perjuicio irreparable de morirse en su cama. De modo que era razonable pensar que la mujer más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde un siglo hasta el otro sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del brazo a través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas por el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la muerte.

La verdad es que para los criterios de su época, Florentino Ariza había pasado de largo por los linderos de la vejez. Tenía cincuenta y seis años, muy bien cumplidos, y pensaba que eran también los mejor vividos, porque fueron años de amor. Pero ningún hombre de la época hubiera afrontado el ridículo de parecer joven a su edad, así lo fuera o lo creyera, ni todos se hubieran atrevido a confesar sin vergüenza que aún lloraban a escondidas por un desaire del siglo anterior. Era una mala época para ser joven: había un modo de vestirse para cada edad, pero el modo de la vejez empezaba poco después de la adolescencia, y duraba hasta la tumba. Era, más que una edad, una dignidad social. Los jóvenes se vestían como sus abuelos, se hacían más respetables con los lentes prematuros, y el bastón era muy bien visto desde los treinta años. Para las mujeres sólo había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la edad de ser solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las viudas, las abuelas, eran una especie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para morir.

Florentino Ariza, en cambio, se enfrentó a las insidias de la vejez con una temeridad encarnizada, aun a sabiendas de que tenía la extraña suerte de parecer viejo desde muy niño. Al principio fue una necesidad. Tránsito Ariza desbarataba y volvía a coser para él las ropas que su padre decidía botar en la basura, así que iba a la escuela primaria con unas levitas que le arrastraban cuando se sentaba, y unos sombreros ministeriales que se le hundían hasta las orejas, a pesar de que tenían el cerco disminuido con relleno de algodón. Como además usaba lentes de miope desde los cinco años, y tenía el mismo cabello indio de su madre, que era herizado y grueso como cerdas de caballo, su aspecto no dejaba nada en claro. Por fortuna, después de tantos desórdenes de gobierno por tantas guerras civiles superpuestas, los criterios escolares eran menos selectivos que antes, y había, un revoltijo de orígenes y condiciones sociales en las escuelas públicas. Niños todavía no acabados de criar llegaban a las clases apestando a pólvora de barricada, con insignias y uniformes de oficiales rebeldes ganados a plomo en combates inciertos, y con sus armas de reglamento bien visibles en el cinto. Se enfrentaban a tiros por cualquier pleito de recreo, amenazaban a los maestros si los calificaban mal en los exámenes, y uno de ellos, estudiante de tercer grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un balazo al hermano Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la clase de catecismo que Dios era miembro de número del partido conservador.

Por otra parte, los niños de las grandes familias en desgracia andaban vestidos de príncipes antiguos, y algunos muy pobres andaban descalzos. Entre tantas rarezas venidas de todas partes, Florentino Ariza estaba de todos modos entre los más raros, pero no tanto como para llamar demasiado la atención. Lo más duro que oyó fue que alguien le gritara en la calle: “Al pobre y al feo, todo se les va en deseo”. De cualquier modo, aquel atuendo impuesto por la necesidad, era ya desde entonces, y lo fue por el resto de su vida, el más adecuado a su índole enigmática y su carácter sombrío. Cuando le dieron su primer cargo importante en la C.F.C., mandó hacer ropas sobre medida con el mismo estilo que tenían las de su padre, a quien él evocaba como un anciano que había muerto a la venerable edad de Cristo: treinta y tres años. Así que Florentino Ariza pareció siempre mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zuleta, una amante fugaz que le servía las verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo tenía veinte años menos. Sin embargo, nunca supo cómo remediarlo, primero porque su gusto personal no le daba para vestirse de otro modo, y segundo porque nadie sabía cómo vestirse de más jóven a los veinte años, a menos que sacara otra vez del ropero sus pantalones cortos y la gorra de grumete. Por otra parte, a él mismo no le era posible escapar a la noción de vejez de su tiempo, así que era apenas natural que cuando vio tropezar a Fermina Daza a la salida del cine, lo hubiera estremecido el relámpago pánico de que la puta muerte iba a ganarle sin remedio su encarnizada guerra de amor.