jugando a la pelota, y salió del puerto fluvial entre una polvareda ardiente. Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por Jeremiah. de Saint-Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le puso al chofer la mano en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién estaban doblando las campanas.
– Es por el médico ese de la chivera -dijo el chofer-. ¿Cómo se llama?
Florentino Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo, cuando el chofer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció, porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba. Pero era el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad, y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina dorsal despedazada, a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango cuando trataba de coger un loro.
Todo lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba fundado en la esperanza de esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se sintió sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios, sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo mismo habría podido ser por él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en el automóvil que rodaba a saltos por las calles de piedras, América Vicuña se asustó de su palidez y le preguntó qué le pasaba. Florentino Ariza le cogió la mano con su mano helada.
– Ay, mi niña -suspiró-, me harían falta otros cincuenta años para contarte.
Se olvidó del entierro de Jeremiah de Saint Amour. Dejó a la niña en la puerta del internado con la promesa apresurada de que volvería por ella el sábado siguiente, y ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal Urbino. Encontró un tumulto de automóviles y coches de alquiler en las calles contiguas, y una multitud de curiosos frente a la casa. Los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían recibido la mala noticia en el apogeo de la fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la casa a causa de la muchedumbre, pero Florentino Ariza logró abrirse paso hasta el dormitorio principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio a Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó hablar de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El carpintero acababa de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con el mismo vestido de abuela recién casada que se había puesto para la fiesta, Fermina Daza estaba absorta y mustia.
Florentino Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin en favor suyo, le infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de viuda, el Juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre.
No le negaba a su conciencia que había sido un acto irreflexivo, sin el menor sentido del cómo ni del cuándo, y apresurado por el miedo de que la ocasión no se repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas veces de un modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había salido de la casa del duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado de conmoción en que él estaba, pero nada habría podido hacer por impedirlo, porque sentía que aquella noche bárbara estaba escrita desde siempre en el destino de ambos.
No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las lavativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y no tenía como seguir: era el final. El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán, y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el primer espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de medio siglo.
Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza como una carta de amor. Había puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas, con el cual trataba de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado. Quería ser otra vez ella misma, recuperar todo cuanto había tenido que ceder en medio siglo de una servidumbre que la había hecho feliz, sin duda' pero que una vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los vestigios de su identidad. Era un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se había vuelto inmensa y solitaria, y en la cual vagaba a la deriva, preguntándose angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla dejado sola en medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir, el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte. Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en la frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna vez él le había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores, calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo estar donde ya no estaba.
Al despertar en su primera mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama, todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo, y fue en ese momento cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de que él había pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la certidumbre rara de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que su hija Ofelia viniera de Nueva Orleans, con el esposo y las tres niñas, para sentarse otra vez a comer en la mesa, pero no en la de siempre, sino en una mesa improvisada, más pequeña, que hizo poner en el corredor. Hasta entonces no había hecho ninguna comida regular. Pasaba por la cocina a cualquier hora, cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía un poco de todo sin ponerlo en un plato, de pie frente a la hornilla, hablando con las mujeres del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que mejor se entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la presencia del marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, en cualquier cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba. Pues si bien le parecía honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse en el dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin él.