Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella regresó de Flores de María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que estuviera con una mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez fuera ella y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años, siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no sólo le pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración dramática de un amor que para ella no había existido nunca, y a una edad en que a Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.
La rabia mortal del primer impacto seguía intacta después de la cremación simbólica del marido, y más crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón. Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames, que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga vida.
También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas. En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la muerte.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella, Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
– Asilo para un pobre huérfano -dijo.
Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron: cuarenta años antes.
– Estás como para un entierro -le dijo ella.
Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias, que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se desplomó el diluvio, y el cortejo se dispersó en estampida.
– Qué manera más absurda de morirse -dijo ella.
– La muerte no tiene sentido del ridículo -dijo él, y agregó con pena-: sobre todo a nuestra edad.
Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte, gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía posible.
Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde siempre llegaba con éclass="underline" hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa casarse con un agente de comercio que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué caraj o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie.