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A esa hora, Florentino Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes. En realidad no le dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones injustas, que podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la gravedad del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía. Así que la vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo demás dependía de él, y tenía la convicción cierta de que su infierno privado de más de medio siglo le deparaba todavía muchas pruebas mortales que él estaba dispuesto a afrontar con más ardor y más dolor y más amor que todas las anteriores, porque serían las últimas.

Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.

– Dime una cosa, leona de mi alma -le preguntó Florentino Ariza-: ¿Cómo te sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?

El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.

– ¡Hombre! -exclamó-. Fíjate que nunca se me había ocurrido.

Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de las máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: “Loro viejo no aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo, él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de un solo dedo como la máquina de escribir.

Así fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado, otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres para terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su nombre, como solía hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre con viñetas de luto como era de rigor en una carta para una viuda reciente, y sin el nombre del remitente al dorso.

Era una carta de seis pliegos que no tenía nada que ver con ninguna otra que hubiera escrito alguna vez. No tenía ni el tono, ni el estilo, ni el soplo retórico de los primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido, que el perfume de una gardenia hubiera sido un exabrupto. En cierto modo, fue la aproximación más acertada de las cartas mercantiles que nunca pudo hacer. Años después, una carta personal escrita con medios mecánicos iba a considerarse casi ofensiva, pero todavía entonces la máquina de escribir era un animal de oficina, sin una ética propia, cuya domesticación para usos privados no estaba prevista en los manuales de urbanidad. Parecía más bien de un modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues en la segunda carta que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta suyas, empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de escritura más avanzados que la pluma de acero.

Florentino Ariza no se refirió siquiera a la carta tremenda que ella le había mandado, sino que intentó desde el principio un método distinto de seducción, sin ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y cuenta nueva. Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en sus ideas y experiencias de las relaciones entre hombre y mujer, que alguna vez había pensado escribir como complemento del Secretario de los Enamorados. Sólo que entonces la envolvió en un estilo patriarcal, de memorias de viejo, para que no se le notara demasiado que en realidad era un documento de amor. Antes escribió muchos borradores al modo antiguo, que más tardaban en ser leídos con cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que cualquier descuido convencional, la menor ligereza nostálgica podía remover en su corazón los resabios del pasado, y aunque tenía previsto que ella le devolviera cien cartas antes de atreverse a abrir la primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que planeó hasta el último detalle como una guerra finaclass="underline" todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.

Tuvo el buen sentido de no esperar una contestación inmediata, pues le bastaba con que la carta no le fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las siguientes, y a medida que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más días pasaran sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La frecuencia de sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una por semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo desde sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse ver a diario en la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni de enviarla con alguien que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar un empleado a comprar las estampillas para todo un mes, y después deslizar la carta en uno de los tres buzones repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba los insomnios para escribir, y al día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer que parara un minuto frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la carta. Nunca permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de lluvia, y a veces tomaba la precaución de no Revar una sino varias cartas al mismo tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego, que las cartas suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se dirigía a sí mismo, pues nunca había mantenido correspondencia privada con nadie, salvo el informe de tutor que mandaba a fines de cada mes a los padres de América Vicuña con sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios.

Empezó a numerar las cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un resumen de las anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de que Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad. Cuando se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por sobres blancos y alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice de las cartas comerciales. Cuando empezó estaba dispuesto a someter su paciencia a una prueba mayor, al menos hasta no tener una evidencia de que estaba perdiendo su tiempo con el único método distinto que pudo concebir. Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.