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Mientras tanto, continuó con su vida regular. Previendo una respuesta favorable, inició una segunda renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido considerarse su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a pesar de los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no sólo en sus noches de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.

El único tropiezo fue el estado de su relación con América Vicuña. Le había reiterado al chofer la orden de recogerla los sábados a las diez de la mañana en el internado, pero no sabía qué hacer con ella durante el fin de semana. Por primera vez no se ocupó de ella, y ella resentía el cambio. Se la encomendaba a las muchachas del servicio para que la llevaran al cine de la tarde, a las retretas del parque infantil, a las tómbolas de beneficencia, o le inventaba programas dominicales con otras compañeras del colegio para no tener que llevarla al paraíso escondido detrás de sus oficinas, donde ella quería volver siempre desde que la llevó por primera vez. No se daba cuenta, en las nebulosas de su nueva ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días, y eran tres años los que habían pasado desde que él la recibió en el motovelero de Puerto Padre. Por mucho que él quiso dulcificarlo, el cambio para ella fue brutal, pero no pudo concebir el motivo. El día que él le dijo en la heladería que se iba a casar, revelándole una verdad, ella sufrió un impacto de pánico, pero luego le pareció una posibilidad tan absurda que lo olvidó por completo. Muy pronto comprendió, sin embargo, que él se comportaba como si fuera cierto, con evasivas inexplicadas, como si no tuviera sesenta años más que ella, sino sesenta años menos.

Una tarde de sábado, Florentino Ariza la encontró tratando de escribir a máquina en su dormitorio, y lo hacía bastante bien, pues estudiaba mecanografía en el colegio. Había hecho más de media página de escritura automática, pero en ciertos trechos era fácil separar una frase reveladora de su estado de ánimo. Florentino Ariza se inclinó sobre su hombro para leer lo que escribía. Ella se turbó con su calor de hombre, su aliento entrecortado, el perfume de su ropa, que era el mismo de su almohada. Ya no era la niña recién llegada que él desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero es~ tos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No: ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa. Siguió escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda buscó a tientas la pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir, crecer, suspirar de ansiedad, y su respiración de viejo se volvió pedregosa y difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él iba a perder el dominio, se le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no había de encontrar los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la mano hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa. No había nadie en la casa. Las sirvientas habían salido, y los albañiles y los carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los sábados: tenían el mundo entero para ellos dos. Pero él salió del éxtasis al borde del abismo, le apartó la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:

– Cuidado, no tenemos cauchitos.

Ella permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de llorar, y había afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar las trazas de la liebre agazapada que le había trastornado la vida. Florentino Ariza, en cambio, incurrió una vez más en un error de hombre: pensó que ella se había convencido de la inutilidad de sus propósitos y había resuelto olvidarlo.

Estaba en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró dando vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su apariencia ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas de antaño, y la había echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el trabajo de romperla. Le habría bastado con ver el sobre de las siguientes para hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el fin de los tiempos, mientras él llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía que existiera una mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas sin saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si una existía, sólo podía ser ella.

Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga durante varios días, comprendió que aquel método juvenil no lograría romper las puertas condenadas por el luto. Una mañana, buscando un número en el directorio de teléfonos, se encontró por casualidad con el de ella. Llamó. El timbre sonó muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y afónica: “¿A ver?”. Colgó sin hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le resintió la moral.

Por esos días, Leona Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo de amigos a su casa. Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió la solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la puso de babero para impedir un accidente mayor: quedó como un bebé viejo. Notó que varias veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el pañuelo, porque los ojos le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza en la mano, y ella trató de quitársela sin despertarlo, pero él reaccionó avergonzado: “Sólo estaba reposando la vista”. Leona Cassiani se acostó sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.

En el primer aniversario de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas de invitación a una misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza había mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna señal, y esto lo impulsó a la decisión audaz de asistir a la misa aunque no estuviera invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor. Los escaños de las primeras filas, reservados con carácter vitalicio y hereditario, tenían en el espaldar una placa de cobre con el nombre del dueño. Florentino Ariza llegó entre los primeros invitados para sentarse en un sitio por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo. Pensó que los mejores serían los de la nave central a continuación de los escaños reservados, pero era tanta la concurrencia que tampoco allí encontró un lugar libre, y tuvo que sentarse en la nave de los parientes pobres. Desde allí vio entrar a Fermina Daza del brazo de su hijo, vestida de terciopelo negro hasta los puños, sin ningún aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los pies, como una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del sombrero con velillo de las otras viudas, y aun de muchas señoras ansiosas de serlo. El rostro descubierto tenía un resplandor de alabastro, los ojos lanceolados vivían con vida propia bajo las enormes arañas de la nave central, y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí, que no parecía mayor que el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos en el respaldo del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.