– Quiero decir -dijo él- que estas cartas son otra cosa muy distinta.
– Todo ha cambiado en el mundo -dijo ella.
– Yo no -dijo él-. ¿Y usted?
Ella se quedó con la segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos ojos que habían sobrevivido a la inclemencia.
– Ya da lo mismo -dijo-. Acabo de cumplir setenta y dos años.
Florentino Ariza recibió el golpe en el centro del corazón. Hubiera querido encontrar una réplica con la rapidez y el instinto de una saeta, pero lo venció el peso de la edad: nunca se había sentido tan agotado con una conversación tan breve, le dolía el corazón, y cada golpe repercutía con una resonancia metálica en sus arterias. Se sintió viejo, triste, inútil, y con unos deseos de llorar tan urgentes que no pudo hablar más. Terminaron la segunda taza en un silencio surcado de presagios, y cuando ella volvió a hablar fue para pedirle a una criada que le llevara la carpeta de las cartas. Él estuvo a punto de pedirle que las guardara para ella, pues había dejado copias de papel carbón, pero pensó que esta precaución iba a parecer innoble. No había nada más que hablar. Antes de despedirse, él sugirió volver el otro martes a la misma hora. Ella se preguntó si debía ser tan condescendiente.
– No veo qué sentido tendrían tantas visitas -dijo.
– Yo no había pensado que tuvieran ninguno -dijo él.
De modo que volvió el martes a las cinco, y luego todos los martes siguientes, sin la convención del anuncio, porque las visitas semanales se habían incorporado a la rutina de ambos al final del segundo mes. Florentino Ariza llevaba galletitas inglesas para el té, castañas confitadas, aceitunas griegas, pequeñas delicias de salón que encontraba en los transatlánticos. Un martes le llevó la copia del retrato de ella e Hildebranda, tomado por el fotógrafo belga hacía más de medio siglo, que él había comprado por quince céntimos en un remate de tarjetas postales del Portal de los Escribanos. Fermina Daza no pudo entender cómo había llegado hasta allí, ni él pudo entenderlo sino como un milagro del amor. Una mañana, mientras cortaba rosas de su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir la tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el lenguaje de las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja, símbolo de una pasión en llamas, podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran las flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario común. Alguna vez le habían hablado de las rosas negras de Turquía, que tal vez fueran las mas indicadas, pero no había Podido conseguirlas para aclimatarlas en su patio. Después de mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le gustaban menos que las otras, por insípidas y mudas: no decían nada. A última hora, por si Fermina Daza tenía la malicia de darles algún sentido, le quitó las espinas.
Fue bien recibida, como un regalo sin intenciones ocultas, y así se enriqueció el ritual de los martes. Tanto, que cuando él llegaba con la rosa blanca ya estaba preparado el florero con agua en el centro de la mesita del té. Un martes cualquiera, al poner la rosa, él dijo de un modo que pareciera casuaclass="underline"
– En nuestros tiempos no se llevaban rosas sino camelias.
– Es cierto -dijo ella-, pero la intención era otra, y usted lo sabe.
Así fue siempre: él intentaba avanzar y ella le cerraba el paso. Pero en esta ocasión, a pesar de la respuesta puntual, Florentino Ariza se dio cuenta de que había dado en el blanco, porque ella tuvo que volver la cara para que no se le notara el rubor. Un rubor ardiente, juvenil, con vida propia, cuya impertinencia le revolvió el disgusto contra sí misma. Florentino Ariza tuvo buen cuidado de derivar hacia otros temas menos ásperos, pero su gentileza fue tan evidente que ella se supo descubierta, y eso aumentó su rabia. Fue un mal martes. Ella estuvo a punto de pedirle que no volviera más, pero la idea de una pelea de novios le pareció tan ridícula a la edad y en la situación de ambos, que le causó una crisis de risa. El martes siguiente, cuando Florentino Ariza ponía la rosa en el florero, ella se escudriñó la conciencia y comprobó con alegría que no le quedaba de la semana anterior ni el menor vestigio de resentimiento.
Las visitas empezaron a adquirir muy pronto una incómoda amplitud familiar, pues el doctor Urbino Daza y su esposa aparecían a veces como por casualidad, y se quedaban jugando barajas. Florentino Ariza no sabía jugar, pero Fermina le enseñó en una sola visita, y ambos les mandaron a los esposos Urbino Daza un desafío escrito para el martes siguiente. Eran encuentros tan agradables para todos, que se oficializaron con tanta rapidez como las visitas, y se establecieron normas para los aportes de cada uno. El doctor Urbino Daza y su esposa, que era una repostera excelente, contribuían con tartas originales, cada vez distintas. Florentino Ariza siguió llevando las curiosidades que encontraba en los barcos de Europa, y Fermina Daza se las ingeniaba para procurarse cada semana una sorpresa nueva. Los torneos se jugaban el tercer martes de cada mes, y no se hacían apuestas en dinero, pero al perdedor se le imponía una contribución especial para la partida siguiente.
El doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos, de maneras torpes, y sufría de unos sobresaltos súbitos, ya fueran de alegría o de disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza mental. Pero era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista, lo que Florentino Ariza temía más que se dijera de éclass="underline" un hombre bueno. Su mujer, en cambio, era vivaz y con una chispa plebeya, oportuna y certera, que le daba un toque más humano a su elegancia. No podía desearse una pareja mejor para jugar a las cartas, y la insaciable necesidad de amor de Florentino Ariza quedó colmada con la ilusión de sentirse en familia.
Una noche, cuando salían juntos de la casa, el doctor Urbino Daza le pidió que almorzara con éclass="underline" “Mañana, a las doce y media en punto, en el Club Social”. Era un manjar exquisito con un vino envenenado: el Club Social se reservaba el derecho de admisión por motivos diversos, y uno de los más importantes era la condición de hijo natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes en ese sentido, y el mismo Florentino Ariza había sufrido la vergüenza de que lo hicieran salir cuando ya estaba sentado a la mesa, por invitación de un socio fundador. Éste, a quien Florentino Ariza le hacía favores difíciles en el comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a otra parte.
– Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.
No obstante, Florentino Ariza corrió el riesgo con el doctor Urbino Daza, y fue recibido con un tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en tono menor. Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde anterior en relación con aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto del aperitivo. El doctor Urbino Daza quería hablarle de su madre. Por lo mucho que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de que ella le había hablado de él. Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en favor suyo. Le contó que eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella llegó de San Juan de la Ciénaga, que era él quien le había iniciado en sus primeras lecturas, por lo cual le guardaba una vieja gratitud. Le había dicho además que a menudo, cuando ella salía de la escuela, pasaba muchas horas con Tránsito Ariza haciendo prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no había seguido viendo a Florentino Ariza con la misma frecuencia no había sido por su gusto sino por la divergencia de sus vidas.
Antes de llegar al fondo de sus propósitos, el doctor Urbino Daza hizo algunas divagaciones sobre la vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los ancianos. Dijo: “La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”. Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en que los seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no pudieran valerse de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos, la soledad espantosa de la vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el límite podían ser los sesenta años. Pero mientras se llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde los ancianos se consolaban los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y sus aversiones, en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Pues bien: el doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena compañía que le daba a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de ambos y comodidad de todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles. Florentino Ariza se sintió aliviado con la solución de la entrevista. “Esté tranquilo -le dijo-. Soy cuatro años mayor que ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes que usted naciera.” Luego cedió a la tentación de desahogarse con una puntada de ironía.