No hubieran pensado en salir del camarote de no haber sido porque el capitán les anunció en una nota que después del almuerzo llegarían a La Dorada, el puerto final, al cabo de once días de viaje. Fermina Daza y Florentino Ariza vieron desde el camarote el promontorio de casas iluminadas por un sol pálido, y creyeron entender la razón de su nombre, pero les pareció menos evidente cuando sintieron el calor que resollaba como las calderas, y vieron hervir el alquitrán de las calles. Además, el buque no atracó allí sino en la orilla opuesta, donde estaba la estación terminal del ferrocarril de Santa Fe.
Abandonaron el refugio tan pronto como los pasajeros desembarcaron. Fermina Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un tren que parecía de juguete. Podía pensarse que venían de Europa, sobre todo las mujeres, cuyos abrigos nórdicos y sombreros del siglo anterior eran un contrasentido en la canícula polvorienta. Algunas llevaban los cabellos adornados con hermosas flores de papa que empezaban a desfallecer con el calor. Acababan de llegar de la planicie andina después de una jornada de tren a través de una sabana de ensueño, y aún no habían tenido tiempo de cambiarse de ropa para el Caribe.
En medio del bullicio de mercado, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable se sacaba pollitos de los bolsillos de su abrigo de pordiosero. Había aparecido de repente, abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido de alguien mucho más alto y corpulento. Se quitó el sombrero, lo puso bocarriba en el muelle por si quisieran echarle una moneda, y empezó a sacarse de los bolsillos puñados de pollitos tiernos y descoloridos que parecían proliferar entre sus dedos. En un momento el muelle parecía tapizado de pollitos inquietos piando por todas partes, entre los viajeros apresurados que los pisoteaban sin sentirlos. Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo contemplaba, Fermina Daza no se dio cuenta en qué momento empezaron a subir en el buque los pasajeros del viaje de regreso. Se le acabó la fiesta: entre los que llegaban alcanzó a ver muchas caras conocidas, algunas de amigos que hasta hacía poco la habían acompañado en su duelo, y se apresuró a refugiarse otra vez en el camarote. Florentino Ariza la encontró consternada: prefería morir antes que ser descubierta por los suyos en un viaje de placer, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte del esposo. A Florentino Ariza lo afectó tanto su abatimiento, que le prometió pensar en algún modo de protegerla, distinto de la cárcel del camarote.
La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. El capitán estaba inquieto con un problema que hacía tiempo quería discutir con Florentino Ariza, pero que él esquivaba siempre con su argumento usuaclass="underline" “Esas vainas las arregla Leona Cassiani mejor que yo”. Sin embargo, esta vez lo escuchó. El caso era que los buques llevaban carga de subida, pero bajaban vacíos, mientras que ocurría lo contrario con los pasajeros. “Con la ventaja para la carga, de que paga más y además no come”, dijo. Fermina Daza cenaba de mala gana, aburrida con la enervada discusión de los dos hombres sobre la conveniencia de establecer tarifas diferenciales. Pero Florentino Ariza llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el anuncio de una idea salvadora.
– Y hablando en hipótesis -dijo-: ¿sería posible hacer un viaje directo sin carga ni pasajeros, sin tocar en ningún puerto, sin nada?
El capitán dijo que sólo era posible en hipótesis. La C.F.C. tenía compromisos laborales que Florentino Ariza conocía mejor que nadie, tenía contratos de carga, de pasajeros, de correo, y muchos más, ineludibles en su mayoría. Lo único que permitía saltar por encima de todo era un caso de peste a bordo. El buque se declaraba en cuarentena, se izaba la bandera amarilla y se navegaba en emergencia. El capitán Samaritano había tenido que hacerlo varias veces por los muchos casos de cólera que se presentaban en el río, aunque luego las autoridades sanitarias obligaban a los médicos a expedir certificados de disentería común. Además, muchas veces en la historia del río se~zaba la bandera amarilla de la peste para burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas. Florentino Ariza encontró la mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.
– Pues bien -dijo-: hagamos eso.
El capitán se sorprendió, pero en seguida, con su instinto de zorro viejo, lo vio todo claro.
– Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros -dijo-. De modo que si está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.
Era en serio, por supuesto, y Florentino Ariza firmó la orden. Al fin y al cabo cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas alegres de las autoridades sanitarias. En cuanto al buque, no había problema. Se transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas se hacían por tantas razones inmorales, y hasta indignas, Florentino Ariza no veía por qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su corazón escondido.
Así que el Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor. Al atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga suya, a la que solía recoger en un puerto para dejarla en otro, y que subió a bordo perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas por la antigua cornisa de mulas, se desplomó un aguacero amazónico que había de seguir con muy pocas pausas por el resto del viaje. Pero a nadie le importó: la fiesta navegante tenía su techo propio. Aquella noche, como una contribución personal a la parranda, Fermina Daza bajó a las cocinas, entre las ovaciones de la tripulación, y preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para éclass="underline" berenjenas al amor.
Durante el día jugaban a las cartas, comían a reventar, hacían unas siestas de granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían anisado con salmón hasta más allá de la saciedad. Fue un viaje rápido, con el buque liviano y buenas aguas, mejoradas por las crecientes que se precipitaban desde las cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes, cargaron leña para el resto del viaje.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque sólo para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para un dolor en la espalda.
Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.