tan veloz para alcanzarte
como corriendo los cielos,
aunque eres más bella imagen,
que por mi eclíptica de oro
forman eternos diamantes.
Váyase Dafne arrimando a la transformación.
Ya no tienes dónde huir;
si quieres asegurarte,
en estos brazos te esconde.
DAFNE Tierra, tus entrañas abre,
y en tu centro me sepulta.
Transformándose en laurel.
FEBO Tente, espera; celestiales
dioses, ¿qué crueldad es ésta?
¿Un árbol queréis que abrace?
¿Qué lo dudo? Ramos son
que del duro tronco salen,
alma de aquella crueclass="underline"
venganzas son desiguales
de mis ofensas, Amor.
Dafne en el árbol.
DAFNE ¡Ay!
FEBO Con qué voz lamentable,
temblando el árbol se queja
piadosamente suave:
¿Qué haré, que pierdo el sentido?
¡Que todo el cielo vengase
a Venus! ¡Ah falsos, dioses!
Produce, tierra, gigantes,
que intrépidos otra vez
intenten aposentarse
en el alcázar eterno,
de donde arrojados bajen:
poned montes sobre montes,
¡oh terrígenas titanes!
Y matadme a mí el primero,
si hay hombres que dioses maten:
¡oh, cielos, quién ahora, en tantos males,
pudiera ser mortal para matarse!
Árbol, aunque ingrato fuiste,
quiero en la muerte mostrarte
que fue mi amor verdadero,
porque no hay prueba que iguale
como, después de la muerte,
firmezas de voluntades.
Tú serás el árbol mío,
laurel quiero que te llamen,
aunque en tu dura corteza
su condición se retrate,
cubriendo un alma de bronce
y unas entrañas de jaspe.
Arrojo el roble, y desde hoy
quiero de ti coronarme:
desta rama haré a mi frente…
DAFNE ¡Ay!
FEBO Perdona; para honrarte,
corona que también sea,
para ilustres capitanes,
triunfo de insignes victorias
y premio de hazañas grandes.
Tú serás la verde insignia
de Césares imperiales,
lauréola de ingenios
en las científicas artes,
tú de poetas honor,
que de siglo a siglo nacen.
Pero ¿qué puede haber, Dafne, que baste,
si no tengo de verte, a consolarme?
DAFNE Febo, el favor agradezco,
aunque arrepentida tarde;
que para ejemplo de ingratas
quiso el cielo transformarme
en el que llamas laurel.
Vengado estás; ya no aguardes
oír más mi voz.
FEBO Temblaron
las ramas: ya el alma parte
a los Elisios. Permite,
si no he de oírte, abrazarte,
aunque es tanta tu dureza
que, para que no te abrace,
volverás a ser mujer
y volverás a matarme,
para que en vida y muerte no me falte
desdén que huya, ni beldad que mate.
Sale Bato.
BATO Cosas mandan las mujeres
a los hombres, que es un necio
el que por tan caro precio
quiere, comprar sus placeres.
¿Adónde hallaré, en efeto,
este pellejo de lobo?
Silvia me tiene por bobo;
pues a fe que soy discreto.
Lo que para no envidiado
dicen algunos que basta,
y más no habiendo en mi casta
ni dichoso ni letrado.
Si ésta me cumple el concierto,
todos somos vengativos;
muchos lobos topo vivos,
y ninguno topo muerto.
Allí está Febo, a la fe;
él del pellejo dirá,
pues por esos mundos va
y cuanto hay en ellos ve.
¡Ah, señor FEBO!
FEBO ¿Quién llama?
BATO Bato soy, aquel zagal
que le enseñó el animal
que le ha dado tanta fama.
FEBO ¿Qué me quieres? Que recelo
que para tu daño sea.
BATO Hanme dicho que voltea
por la maroma del cielo,
y véngole a pescudar
si en el mundo, nuevo o viejo
ha topado algún pellejo
de lobo que me enseñar;
que esta noche Silvia y yo…
FEBO Villano, ¿burlas a mí?
BATO Pues ¿con eso le ofendí?
¿De un pellejo se enojó?
FEBO Mataréte.
BATO ¡Cielo santo,
favor! Al monte me subo.
FEBO Aguarda.
BATO ¡En qué poco estuvo
que me diese con un canto!
Vase subiendo por el monte.
FEBO La Luna, mi blanca hermana,
está de creciente ahora,
ya de salir es la hora;
escucha, hermosa Diana.
BATO ¿Si acaso me llama a mí?
¡Ah, señor! ¿Topó el pellejo?
FEBO Si tú no, me das consejo,
Luna, ¿qué ha de ser de mí?
Ven, Diana, ven hermana.
BATO Ya no me puede faltar:
¿Qué dice? ¿Que le he de hallar
en el templo de Diana?
Dios se lo pague, señor;
que ya voy por el pellejo.
Vase.
FEBO Luna, de la tierra espejo,
y del cielo resplandor,
en quien la noche se toca,
y se miran las estrellas,
si la luz que en ti y en ellas
infundo sol te provoca,
óyeme en la tierra Febo.
Por lo alto un carro de plata; Diana sentada en él con
una media luna en el tocado.
DIANA Ya te escucho, hermano mío;
¿qué tienes? ¿De quién te quejas?
FEBO De dos monstruos, madre e hijo,
incendios de tierra y cielo,
que a tu frígido epiciclo
solamente han perdonado.
DIANA ¿Qué te han hecho?
FEBO Ese CUPIDO,
ese hermano de la muerte,
ese decrépito niño,
envidioso de que hiciese
aquel celebrado tiro
con que di muerte a Fitón,
de Tesalia basilisco,
me hirió de amor de la hija
de Peneo, ilustre río,
que huyendo de mí, transforman,
airados siempre conmigo,
los dioses en árbol; mira
si me quejo, si suspiro,
si lloro con justa causa;
como a mi hermana, te pido,
si no remedio, venganza.
DIANA Por esta luz que recibo,
Febo, de tus claros rayos,
y que doy por tantos siglos
doce veces a los años,
que ha de hacer que el mal nacido
rapaz, por quien le aborrezca,
de amor se abrase a sí mismo.
Tú verás enamorado
al Amor, nuevo prodigio
al mundo; que esta venganza
será por los mismos filos.
No hay dios que esté bien con él,
todos le han aborrecido;
tú verás como le doy
con mi castidad castigo.
¿No sabe Venus, no sabe
que sus lascivos delitos
descubren mis castos rayos?
Conmigo, Venus, conmigo.
FEBO Pues prosigue tu carrera,
luna de los ojos míos;
pisen tus ruedas de plata
los celestiales zafiros;
que ya se mira el Aurora
coronada de jacintos,
y las flores en los prados,
y las aves en los nidos,
hacen salva a su lucero
con las hojas y los picos,
para que mi carro de oro
trueque por el griego el indio.
Pasa el carro lo demás del teatro por lo alto, y acabe
la jornada segunda.
Jornada tercera
CUPIDO ¿Qué venganza del cielo,
qué ira de sus dioses soberanos,
con envidioso celo
del imperio que tengo en los humanos,
pena me dio tan nuevamente fiera,
que siendo el mismo Amor, de amores muera?
Aves enamoradas,
que destas selvas en el Buen Retiro,
o solas, o casadas,
no cantáis versos sin final suspiro,
y con ecos dulcísimos sonoros
amor y celos alternáis a coros;
fieras que las montañas
vivís en soledad, tal vez quejosas
de serlo mis hazañas,
faunos lascivos y silvestres diosas,
humor vital, vegetativas almas
de tantos cedros, plátanos y palmas;
Pastores deste prado,
que tantas veces abrasé de amores:
si hubiera yo pensado
lo que era yo, mis penas y rigores,
con más piadoso afecto hubieran sido