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¡Oh, no! ¡No podía ser! ¡No podía haberlo hecho! De repente, se le ocurrió que Robert quizá los había animado a ser amables con ella.

¿Sería posible que la llevara a las fiestas para buscarle un novio? ¿Se lo habría pedido su madre? Podía imaginarla diciendo: «Robert, por favor, intenta buscarle un novio a mi hija antes de que sea demasiado tarde…»

Daisy sabía que debía sentirse agradecida de que su madre nunca hubiera tenido ambiciones en lo que se refería a Robert Furneval. Por supuesto, él era demasiado sofisticado, demasiado guapo, demasiado todo para el miembro menos atractivo de la familia Galbraith.

Daisy sacó del armario un par de pantalones de seda gris y un jersey negro de cuello alto, un atuendo para pasar desapercibida. Si Robert no fuera a la fiesta, se pondría algo más llamativo, pensaba.

Y quizá debería hacerlo.

Después de todo, si era tan poco atractiva como para que Robert estuviera buscándole novio, daba igual lo que se pusiera.

Daisy murmuró una maldición. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?, se preguntaba. Había intentado ser sensata, pero amaba demasiado a Robert. Ella no se sentía en absoluto impresionada por su dinero, ni por sus coches, ni por su atractivo físico. Lo amaba porque siempre lo había amado, porque no podía evitarlo.

Había pensado que las cosas cambiarían después de la universidad. Realmente había esperado conocer a alguien que la hiciera olvidar a Robert. Quizá no había buscado lo suficiente. Quizá, en el fondo, no quería encontrarlo. Pero era el momento de detener aquel estúpido juego y alejarse de él antes de que fuera demasiado tarde.

Lo haría después de la boda, se prometió a sí misma.

Después de la boda desaparecería, no volvería a verlo.

Pero estaba siendo patética. Y tenía que parar inmediatamente. Aquella noche no se quedaría esperando a Robert. Aquella noche, ella misma elegiría un acompañante para volver a casa o volvería sola.

Daisy entró en la ducha. Se vestiría con la ropa que le apeteciera. Incluso se pondría maquillaje.

Después de ducharse, se pintó las uñas de rojo, se puso mucho más perfume del habitual y, en lugar de hacerse una trenza, se dejó el pelo suelto. No era el cabello liso que estaba de moda. De hecho, lo único que podía decirse a su favor era que tenía mucho pelo.

Lo único que la impedía cortárselo al cero era que estaba segura de que le crecería aun más rizado. Aunque afeitarse la cabeza podría ser la solución, pensaba irónica. Ni siquiera la dulce Ginny podría soportar una skinhead como dama de honor.

El sonido del timbre puso fin a aquellos absurdos pensamientos. Daisy miró su reloj; eran las diez menos cuarto. Robert llegaba pronto, seguramente impaciente por saber qué había estado haciendo. La idea la hizo sonreír.

– Llegas pronto -dijo por el telefonillo.

– Pues invítame a una copa -sugirió Robert.

Daisy abrió la puerta y entró en el cuarto de baño para pintarse los labios.

– Hay vino en la nevera -indicó desde el baño cuando lo oyó entrar.

– ¿Tú quieres una copa?

– Bueno -contestó ella. Le iba a hacer falta, pensaba mientras salía del baño.

Robert, alto y de hombros cuadrados, con la elegancia de un campeón de esgrima y absolutamente guapísimo con un traje claro y una camisa verde oscura, se quedó mirando los pantalones grises y el jersey plateado cruzado sobre el pecho y… no dijo nada.

Pensaba que parecía una niña que se hubiera puesto la ropa de su madre, aunque era demasiado amable como para decirlo. Pero Daisy podía verlo en su cara.

– ¿Has estado en algún sitio especial? -preguntó finalmente, dándole una copa. Por un momento, Daisy no entendió a qué se refería-. No podías quedar a las nueve, ¿recuerdas?

– Ah, eso… no, es que he tenido que trabajar -mintió.

– ¿Alguna exposición? Si lo hubiera sabido, me habría pasado por allí. Tengo que comprarle algo a mi madre por su cumpleaños.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué quieres comprarle?

– Cuando lo vea, lo decidiré. ¿De qué era la exposición? -insistió él.

– Pues… no era exactamente una exposición -empezó a decir Daisy. Robert levantó una de sus cejas oscuras, incrédulo. Tenía que mentir. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se negaba a decirle que solo había estado haciéndose la dura. Él no lo entendería y ella no podría explicárselo.

– No deberías dejar que George Latimer te hiciera trabajar tanto -murmuró Robert.

– ¿Nos vamos? -preguntó ella, ignorando el comentario. Bajaron a la calle y Robert paró un taxi-. Podríamos ir andando.

– Si has estado trabajando hasta tan tarde, estarás cansada -dijo él. «¿Si has estado trabajando?» ¿Por qué había dicho eso?, se preguntaba. Le había parecido que Daisy no era sincera con él. Eso y su inusual aspecto. Si George Latimer hubiera tenido treinta años menos, habría pensado que había algo entre ellos.

Una vez dentro del taxi, Robert se dio cuenta de que Daisy se había puesto colorada. Pero ella nunca tendría una aventura… ¿O se equivocaba?

Conocía bien a Daisy. O creía hacerlo. Sin embargo, en aquel momento le parecía una extraña.

Para él siempre había sido la hermana pequeña de Michael. Simpática, divertida, una chica a la que no le importaba mancharse de barro. Pero aquella noche tenía una imagen desconocida y lo hacía sentir incómodo. Casi como si hubiera levantado un velo y hubiera descubierto un secreto.

– ¿Qué pasa, Robert? -intentó sonreír ella-. ¿Sigues echando de menos a Janine?

Robert se relajó. Nada había cambiado. Él era quien estaba tenso.

– Orgullo herido, eso es todo -admitió.

– Estás empezando a ablandarte, Robert. Si te descuidas, pronto te veré entrando en una iglesia, pero no como padrino.

– Eso, haz leña del árbol caído.

– Te doy media hora para que se te pase. Dime, ¿con qué simpático joven has planeado enviarme a casa esta noche?

– ¿Quién ha dicho que vaya a enviarte a casa con nadie?

– Siempre lo haces. A veces pienso que tienes un surtido de hombres que activas en caso de emergencia.

– ¿Emergencia?

– Ya sabes -dijo ella, poniéndose teatralmente la mano sobre el corazón-. He conocido a una pelirroja fabulosa… nos vamos a bailar. ¿Qué puedo hacer con Daisy? Esa clase de emergencias.

– ¡Eres cruel! Solo por eso, señorita, esta noche yo mismo la acompañaré a su casa…

– ¿Y?

– Conmigo no te valdrá un amable «buenas noches» en la puerta -dijo, sabiendo que eso era lo que hacía con todos los hombres que la acompañaban a casa-.Yo espero tomar la última copa en tu casa.

– ¿Y cómo sabes que me despido de ellos con un simple «buenas noches»? -preguntó ella-. ¿Es que te dan un informe?

– Por supuesto -mintió él. No hacía falta que se lo dijeran, él lo sabía-. Necesito saber que has llegado a casa sana y salva.

– ¿Y nunca se te ha ocurrido pensar que no te están contando la verdad? -bromeó Daisy.

– No se atreverían a mentirme.

– ¿No me digas? -dijo ella, irónica-. Bueno, Robert, si no te encandilas con la primera pelirroja que se cruce en tu camino, te aseguro que podrás tomar todas las copas que quieras. Pero no creo que ocurra.

– La verdad es que me estoy reservando para las damas de honor. Tú misma has dicho que son guapas, ¿no?

– Guapísimas. Te las describiré más tarde, si no te has perdido con alguna.

– Eres mala -murmuró él cuando el taxi paraba frente a la casa de Monty.

Una vez en la fiesta, fueron cada uno por su lado saludando a todo el mundo, como solían hacer. Pero aquella noche Robert no podía dejar de buscarla con la mirada. Media hora después, la vio charlando con un hombre alto y rubio al que no conocía. Un hombre que la miraba con ojos de lobo.