– Enhorabuena, señorita, este anillo es único.
Yo me lo puse mientras digería la historia que el hombre me había estado contando.
– Mi nombre es Cristina Wilson -dije sonriéndole mientras le tendía mi mano.
– Artur Boix -repuso estrechándola-. Encantado de conocerte -su piel tenía un contacto cálido y agradable-. ¿Dijiste que ibas a Barcelona?
– Sí.
– Allí es donde vivo. ¿Qué te lleva a mi ciudad?
Y le expliqué la historia de esa inesperada herencia.
– ¡Qué misterio! -comentó al final de mi relato-. Pero si ese anillo es un anticipo de lo que esa herencia guarda, creo que puedo serte de gran utilidad -y me dio una tarjeta-. Mis socios y yo tenemos negocios tanto en Estados Unidos como en Europa. No sólo tratamos con antigüedades y joyería sino que se nos considera principalmente como marchantes en arte antiguo. Y aquí hay una gran diferencia. Una joya puede ser tasada de tres formas: la primera por el valor de sus componentes, tales como oro y piedras preciosas, otra por el trabajo que contiene y su calidad artística y la tercera como pieza histórica. Pasar de un nivel de valoración al siguiente puede representar multiplicar el precio por diez. En otras palabras, por una alhaja que en España normalmente sólo podrías vender por uno, yo soy capaz de obtener en Estados Unidos un valor de cien. No dudes en llamarme, será un placer ayudarte. No importa si no deseas vender las joyas, yo las puedo autentificar y valorar -bajó la voz y su mirada se hizo más intensa-. Pero si quieres sacar del país alguna obra de arte catalogada o que precise autorización y deseas ahorrarte los trámites, yo puedo garantizarte su entrega en Nueva York -me sorprendí al enterarme de que existía la posibilidad de que se me impidiera viajar de vuelta con la herencia que Enric me había dejado en su testamento. La verdad es que no se me había ocurrido que el legado pudiera consistir en obras de arte y ahora me daba cuenta de que era lo más probable. Hasta el momento sólo había pensado en la parte aventurera de la historia, pero Artur Boix me estaba haciendo ver que quizá hubiera bastante dinero en juego.
– En todo caso, para cualquier cosa que precises, aunque sólo sea una consulta o incluso para contarme cómo te va, llámame.
Al oír que ampliaba su ofrecimiento lo miré con más cuidado. Demasiado amable. ¿No había visto mi anillo de prometida? El hombre sonreía y era atractivo. Bien pensado, nunca está de más tener un amigo en un lugar donde no sabes qué te puedes encontrar. Bueno, y si es guapo, elegante y agradable, mejor.
– Gracias -repuse devolviéndole la sonrisa-. Lo tendré presente. Pero cuéntame qué ocurrió al fin con los templarios. Dijiste que desaparecieron a causa de una conspiración infame. Y que eran muy ricos, ¿verdad?
– Sí -repuso Boix-. Y ése fue el origen de su desgracia.
Yo guardé silencio a la espera de que reanudara su relato.
– En el año 1291, el sultán de Egipto tomó los últimos reductos cristianos en Tierra Santa. En esa ofensiva murieron muchos templarios, entre ellos su máxima autoridad, el Maestre General, pero lo peor para los Pobres Caballeros de Cristo fue abandonar el frente, la primera línea de lucha contra los musulmanes. De alguna forma, al caer San Juan de Arce, también llamado de Acre, su razón de ser desapareció. Sólo en los reinos ibéricos, donde el combate contra los moros continuaba, eran necesarios. Y aun así su presencia ya no era primordial, como lo fue doscientos años antes, cuando los territorios cristianos estaban en peligro permanente. En el siglo Aragón, Castilla y Portugal eran poderosas monarquías que tenían la iniciativa en su guerra contra los árabes, haciendo frecuentes incursiones en el norte de África, mientras que en la Península ya sólo quedaba el reino musulmán nazarí de Granada, y tan debilitado que tenía que pagar tributo a los cristianos.
»El sueño del Temple era regresar a Tierra Santa, pero el espíritu de las cruzadas había muerto y los reyes cristianos no estaban por la labor. Así que Felipe IV de Francia, llamado el Hermoso, siempre falto de dinero, tras apresar, torturar y desplumar, primero a los comerciantes lombardos y después a los judíos de su reino, puso sus ojos en los Pobres Caballeros de Cristo, que por entonces eran riquísimos.
»La historia es muy larga, pero el resultado final es que encarceló a los templarios acusándolos falsamente de múltiples crímenes, les hizo confesar lo que él quiso por medio de tormento, apropiándose de la mayor parte de sus riquezas en Francia. Y para terminar, asó en la hoguera a los máximos jerarcas de la orden como si de herejes se tratara. El Papa, que también era francés, convertido prácticamente en rehén del rey Hermoso, quiso resistir débilmente, pero, intimidado, terminó dando la razón al sinvergüenza del monarca. Los demás reyes europeos fueron más suaves, pero ante la insistencia del pontífice apoyaron la supresión de la orden. Y claro, a cambio de su ayuda, todos, más o menos, metieron mano en el arcón apropiándose de bienes templarios. Pero algunos jamás se llevaron todo lo que querían… Porque nunca lo encontraron.
– No encontraron ¿qué?- pregunté.
– Pues grandes tesoros que aparentemente los Pobres Caballeros de Cristo de fuera de Francia, con más tiempo de reacción que sus colegas galos, fueron capaces de esconder.
– ¡Ah!
– Ésta es una de las leyendas sobre los templarios. Otra dice que su Maestre General, en las llamas de la hoguera, emplazó delante del tribunal de Dios al rey Guapo y al papa Miedoso. Y lo cierto es que ambos murieron antes de que terminara aquel año.
– ¿Sí?
– De verdad -repuso muy serio-. Pero hay cosas que se dice de ellos sin ninguna base histórica y mucho más fantasiosas.
– ¿Como qué?
– Como que buscaban el Arca de la Alianza que Dios ordenó a Moisés construir, que tenían el Santo Grial, que protegían a la humanidad de las puertas del infierno y cosas así.
– ¿Y tú qué crees?
– A todo eso yo no le doy ningún crédito -repuso convencido.
Quizá yo no supiera mucho de templarios, pero algo sí sabía de la gente y creí adivinar los pensamientos del anticuario.
– Pero sí estás seguro de que ocultaron sus tesoros. ¿No es así?
– Eso es indudable.
– Y te encantaría encontrar alguno de ellos, ¿cierto?
Artur Boix me miró con atención.
– Sin duda -dijo muy serio-. No habría nada que me pudiera dar más placer. Mi trabajo, aparte de permitirme vivir bien, es mi gran vocación. Disfruto con ello. ¿Encontrar un tesoro templario? Daría años de mi vida a cambio de ello. Además, ¿quién mejor que yo? Yo sabría valorarlo artísticamente, sabría situarlo en su contexto histórico si fuera necesario, y créeme, muchas veces lo es, sabría sacar el mayor rendimiento económico de las piezas que se decidieran vender. Si alguna vez tropiezas con algo semejante, por ejemplo en tu herencia, por favor, cuenta conmigo. Aunque sólo sea para mostrarme las piezas, para que disfrute contemplándolas -su mano se apoyó en la mía. El contacto continuaba cálido, placentero-. Por favor, Cristina, cuenta conmigo. ¿Lo harás?