Debo reconocer que me impresionó su súplica y respondí cortés:
– Sí, claro.
En Madrid cambiamos de avión y coincidimos de nuevo como vecinos. Dormité hasta que, sacudiéndome el brazo, Artur Boix me despertó para que contemplara la vista. Adormilada miré abajo. El avión había girado sobre el mar buscando posición de entrada al aeropuerto y ofrecía una espléndida vista de la ciudad. Era una mañana diáfana.
– Ahí la tienes -me dijo señalando-. Barcelona es una vieja dama siempre joven. Vive entre el monte y el mar y rezuma una creatividad prodigiosa. Está llena de arte, está llena de vida.
Se veía el puerto y la parte antigua, con los edificios de las iglesias sobresaliendo, y una avenida que la cruzaba serpenteando.
– Son las Ramblas -me dijo Artur.
Y más allá estaban esos bloques uniformes en tamaño, aunque todos distintos, cortados por paseos y avenidas arboladas, que el sol, flotando sobre el mar y camino de su cenit, resaltaba al dar luz a las fachadas sur, creando sombras hacia el norte.
– Es el Ensanche, museo vivo del modernismo -me informó-. Ésa es la dama; vieja en más de dos mil años, parece sestear, apacible, bajo el calor del astro rey, insensible al hormigueo de sus gentes, cómoda en su encrucijada entre el Mediterráneo y los montes, entre pasado y presente. Pero, en realidad, bulle por dentro.
Hizo un gesto amplio con la mano, como quien presenta a dos personas:
– Barcelona, ésta es la señorita Cristina Wilson. Cristina, Barcelona a tus pies. Te deseo una feliz estancia, disfrútala.
Perdí a Artur en el control de pasaportes y nos volvimos a encontrar esperando equipajes. Una de mis maletas se demoraba y él, cortés, dijo que aguardaría conmigo.
– Gracias. No habrá problema -le aseguré-. Soy abogada y hablo perfectamente castellano y catalán. Si me han perdido una maleta sabré tratarles como se merecen.
El hombre rió y al despedirse insistió en que le llamara para cualquier cosa que pudiera precisar.
Pensé que no me importaría encontrarme de nuevo con ese encantador Artur, ignorando que llegaría el momento en que iba a desear no haberlo conocido nunca.
NUEVE
Detesto facturar maletas, en especial cuando tardan, las rompen o se pierden. Pero a veces no queda más remedio y, tras unos minutos, mi último bulto apareció en la cinta mecánica. Cargué con él enfilando mi carrito hacia la puerta.
«Cristina Wilson», ponía el cartel. Me hizo ilusión ver mi nombre escrito allí, entre los que esperaban, tan lejos de casa. Miré hacia arriba, hacia la cara. Y me costó reconocerle. Era Luis Casajoana Bonaplata. Sus facciones se habían alargado, y aunque corpulento, ya no era el gordito de cara roja que yo recordaba. Cuando nuestras miradas se cruzaron, apareció en su faz esa sonrisa tan suya.
– ¡Cristina! -exclamó. No sé si fue capaz de identificar en mí a aquella adolescente de trece años que dejó Barcelona hacía catorce, o si le alertó la expresión de mi rostro al ver el cartel.
Me dio un abrazo, un par de besos y tomó mi carrito.
– ¡Cuánto has crecido! -dijo camino a la salida, lanzándome una mirada de apreciación-. ¡Qué guapa estás!
– Gracias -lo recordaba algo pegajoso y quise cortarle un exceso de entusiasmo-. Veo que tú ya no estás tan gordito.
Él lanzó un resoplido y luego una carcajada.
– Y tú eres igual de mala.
«Sí, quizá», pensé, «pero espero haberte bajado las aspiraciones». Francamente, no deseaba tenerlo encima todos aquellos días.
Fue entonces, al salir del edificio, cuando vi a ese hombre extraño por segunda vez. Descarado, no me quitaba la vista de encima. Me había fijado en él, en sus ojos, justo cuando se abrió la puerta automática, entre la gente que esperaba, un segundo antes de ver a Luis y su cartel. Me llamó la atención su aspecto, aunque no le di mayor importancia. Pero en esa segunda ocasión, al sorprenderle observándome, mantuve la mirada queriendo castigar su impertinencia. Pero él hizo lo mismo hasta que, muy incómoda, terminé yo desviando la mía.
Ese tipo me produjo un escalofrío de alerta. Era un hombre viejo cuya cabeza había sido rapada quizá un mes antes. Lucía pelo y barba blancos, de medio centímetro de largo. Vestía chaqueta negra y el resto de su ropa, también oscura, contrastaba con su pelo cano. Pero lo más significativo eran los ojos: azules desvaídos, escrutadores, fríos, agresivos.
«Qué pinta de loco tiene ése», pensé; me arrepentía de haberle retado. Ya he dicho antes que no soy temerosa pero, decididamente, ése no era un individuo para encontrárselo a solas.
Mientras, Luis me interrogaba sobre mi viaje, si estaba cansada, si había dormido… Llegando al coche, un hermoso deportivo descapotable plateado, ya se interesaba por la salud de mi familia y me explicaba que sus padres habían dejado la ciudad para irse a vivir a un encantador pueblecito del norte de la Costa Brava.
Camino del hotel, se interesó por mi vida personal.
– ¡Ah! Tienes novio.
– No, prometido -le aclaré.
– Pues yo soy licenciado en empresariales, máster en marketing y empresario.
– Te ha dado tiempo para mucho -comenté irónica.
– Ya ves. Y además divorciado.
– Sí, sí -dije riendo-, eso sí que lo puedo imaginar.
Él también se echó a reír. Lo cierto es que el bueno de Luis continuaba disfrutando de un excelente carácter.
– Eres mala -repitió.
– Eso ya me lo decías hace catorce años. Rió de nuevo.
– Era gordito, pero sabio.
Cuando Luis empezaba a hablar de sí mismo podía extenderse indefinidamente, de modo que cambié de conversación.
– ¿Y qué sabes de Oriol?
– ¿Oriol? -parecía incomodarle que le preguntara por su primo y noté que sin darse cuenta estaba acelerando su BMW.
– Sí. Oriol. ¿Te acuerdas? Tu primo.
– Sí que me acuerdo -repuso ceñudo-. Y no me presiones, marimandona.
Me hizo reír de nuevo. Era su tono y esa palabra que no había oído en catorce años. Antes me llamaba así con frecuencia.
– Bueno -continuó-, pues el superdotado de la familia… me refiero intelectualmente, claro, en lo otro el superdotado soy yo… -y me miró sonriendo con suficiencia.
– Vamos, ¡corta!
– Sí, marimandona.
Callé y esperé a que hablara. Cuando vio que yo no pensaba responder a su provocación continuó:
– Pues el superdotado de la familia se hizo hippie, anarquista y okupa.
– ¿Qué? -me quedé de piedra. Oriol, el brillante Oriol. El caballo ganador en todas las apuestas: ¿un inadaptado?
– Pues ya ves, terminó saliéndonos marginal.
– ¿No se graduó en la universidad? -estaba atónita.
– Sí, eso sí. Se graduó y se doctoró en tres o cuatro cosas. Es un cerebrito.
– Y ¿a qué se dedica?
– Da clases de historia en la universidad. Y junto a otros pirados de pantalones estrechos y pelo rasta monta centros de cultura popular y asistencia social en casonas deshabitadas. Hasta que llega la policía y los desaloja.