– Me cuesta imaginármelo.
– Bueno… Ha estado en muchas batallas. Claro, tú no te enteraste del asalto de la policía al cine Princesa, ¿verdad? Menuda movida. Pues mi primito estaba allí.
– ¿Le pasó algo?
– Una noche en la comisaría. Nuestra familia aún tiene influencias en esta ciudad y él no es de los violentos… -y Luis hizo un gesto equívoco con su mano.
Habíamos llegado al hotel, y un joven portero sonriente me abría la puerta. Otro acudía por las maletas mientras Luis entregaba las llaves de su descapotable a un tercero.
¿Qué quería decir con aquel gesto? Me dejó pensativa. ¿Qué diablos estaba insinuando Luis de Oriol?
– Ven, la recepción está en el primer piso -y tomándome del codo me condujo al ascensor.
– Te he reservado una habitación en el piso veintiocho y orientación sur. Una vista increíble. Y te advierto que normalmente no aceptan reservas en los pisos altos. Ya sé que para Nueva York este edificio es corto de talla, pero aquí es algo excepcional -y se detuvo a mirarme-. ¿No te darán miedo las alturas después de…?
– No, no importa -repuse-. He estado en oficinas mucho más elevadas desde que ocurrió aquello.
Y, efectivamente, el conserje me dio habitación en la planta veintiocho.
– Subo un momento contigo a ver la vista y a comprobar que todo está bien.
– No, gracias -le dije sonriendo-. Te conozco. Tú siempre espiabas a las chicas cuando nos cambiábamos el bañador.
– Sí, vale. De acuerdo -repuso con cara de niño malo-. Pero he cambiado. Y tú también… ahora debes de estar de mejor ver -y lanzó una mirada a mi busto.
Normalmente, de ser otro, me hubiera ofendido. Pero él me hizo reír otra vez.
– Adiós. Gracias por recogerme.
– Anda, deja que vea que todo esté bien -miraba pícaro.
– Todo está bien. Muy bien -le aseguré-. Créeme. Y ahora adiós -dije subiendo el volumen de voz, y el sonido se extendió por la gran sala entre los ascensores y la pared de cristal. Algunas de las personas sentadas en las mesitas de mimbre, cerca de la vidriera, se giraron a mirarme.
– Bueno. Al menos dame un besito de despedida… marimandona -negoció.
Luis estaba en lo cierto. La habitación miraba al sur y la vista era espléndida. A la izquierda el mar y las playas que llegaban hasta el puerto antiguo de la ciudad ahora convertido en zona de ocio. Podía ver los amarres de veleros del club náutico, una amplia zona de tiendas y entretenimiento y más lejos un par de grandes buques que parecían transatlánticos esperando a los turistas para un crucero de placer.
Al fondo, se erguía la montaña de Montjuïc, con su castillo al borde del acantilado sobre el mar, jardines arbolados en el resto de la alargada cima y, en el otro extremo, el gran conjunto de ampulosa arquitectura, de principios del siglo pasado, del palacio Nacional. El paseo marítimo y la estatua de Colón marcaban el inicio de una gran urbe que se extendía hacia unos montes llenos de vegetación.
Barcelona, ésa era la ciudad donde nací. Miré hacia la zona de Bonanova, donde vivíamos con mi familia, pero fui incapaz de distinguirla, ni siquiera adivinar su presencia en la lejanía de aquel océano de viviendas de distintas formas y tamaños que parecía poseer, en su desorden, una extraña armonía.
Pero un pensamiento me asediaba. ¿Qué había insinuado Luis de Oriol?
Los mozos subieron el equipaje y me puse a deshacerlo pensando en ello. «Bien», decidí, «tendré que aceptar una comida con Luis». Tenía demasiadas preguntas que hacer y esperaba que él tuviera respuestas. Pero a quien yo deseaba ver era a Oriol, el muchacho que me hizo descubrir el amor. «Hoy estamos a miércoles» -me dije-. «Cenaré algo y a descansar. Seguro que veo a Oriol el sábado en la lectura del testamento.» ¿Podría aguantar hasta entonces sin intentar localizarle? Mi esperanza era que él contactara conmigo. ¿Qué quiso decir Luis de Oriol? ¿Sabría Oriol que yo estaba en la ciudad? ¿Y si le llamaba yo a él? No tenía su teléfono. ¿Cómo conseguirlo aquí si desde Nueva York no había podido? Debía habérselo pedido a Luis.
Llamé a mis padres y a Mike para decirles que todo estaba bien y, a pesar del sueño, me entretuve hojeando unos libros con grandes fotografías de la ciudad que encontré encima de una mesita. No quería acostarme antes de las diez para que mi cuerpo se adaptara al nuevo horario.
Después pedí una cena ligera y la comí viendo cómo, al caer la noche, la ciudad se poblaba de luces, sombras y oscuridades. Una sensación de misterio me penetraba conforme la oscuridad avanzaba sobre la urbe. Intuía que entre aquellos edificios, apiñados allí abajó, a lo lejos, se escondían las respuestas a mis preguntas. ¿Qué era esa extraña herencia? ¿Por qué se suicidó Enric? ¿Por qué mi madre no quería que yo volviera a Barcelona? ¿Qué secreto ocultaba? ¿Qué escondía ese anillo que lucía en mi mano? Miré el rubí. Su brillo, enigmático, formaba aquella sorprendente estrella de seis puntas en el interior de la piedra. Se me antojó que su centelleo, aquí en esta ciudad, era más intenso, venía de más adentro, se mostraba más misterioso. Demasiadas preguntas. Me moría de curiosidad y añoraba lo mucho que Luis me podía contar.
Marqué su número y me respondió el contestador.
– Luis -dije-, soy Cristina. Te invito a almorzar mañana. ¿Puedes?
Me puse el pijama y apagué las luces. Decidí no bajar la cortina. La luminaria ciudadana apenas alcanzaba tan arriba y sólo las del exterior del edificio alumbraban suavemente la habitación. No pedí que me llamaran a ninguna hora, el sol sería mi despertador.
Me tendí en la cama y dejé mis pensamientos vagar… estar en Barcelona, después de tanto tiempo… qué sentimiento tan extraño…
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
– ¡Cristina!
– Hola, Luis.
– Sabía que no podrías vivir sin mí…
Estuve a punto de cambiar de idea y colgar. Ese tío me acosaba. Riendo, sí, pero era un acoso.
– Te invito a almorzar mañana -le dije ignorando su sandez.
– No. Te invito a cenar yo a ti.
– ¡Ah! No -repuse tajante-. Lo siento. Yo no ceno a solas con ningún hombre que no sea mi prometido. Ni siquiera por trabajo, es una cuestión de principios -y añadí enfática-: Sólo con mi prometido.
Oí un ruido curioso que hacía con la boca, algo así como ¡Nuch!… ¡Nuch!… ¡Nuch!… Sonaba como una negación jocosa.
– Bien. Tú ganas -dijo al fin-. ¿Qué he de prometer?
Me tapé la boca para no reírme. Lo cierto es que a veces Luis tiene gracia.
– El almuerzo o nada -dije enérgica.
– Tengo junta de accionistas de una de mis empresas precisamente mañana al mediodía.
– Bueno, mala suerte -dije en tono resignado-. Pues ya nos veremos en la lectura del testamento. Gracias por llamarme.
Era un farol. No creía su historia y confiaba en que cedería. Si no, mi curiosidad, esas preguntas por responder, me obligarían a aceptar la cena.