Sobre un armario de ficheros tenía un marco con una foto de familia sonriente. Esposa, niño y niña. Se notaba que el comisario gustaba de mi compañía e iba a contármelo todo.
– No sé por qué se mató, pero tengo una teoría.
– ¿Cuál? -quise saber.
– Como se puede usted imaginar, con veintipocos años quedé muy impresionado. Así que pedí participar en la investigación. Recordaba que en nuestra conversación dijo haber despachado a alguien. Unas semanas antes alguien se cargó a cuatro en una torre en Sarriá, no pudimos demostrarlo, pero estoy seguro de que fue él.
– ¿Que mató a cuatro personas? -no me podía imaginar a Enric, siempre amable y apacible, asesinando a alguien.
– Sí. Eran gente relacionada con antigüedades, como él. Sólo que dos de ellos tenían antecedentes por robo y tráfico ilícito de obras de arte. Y los otros dos eran simples matones, una especie de guardaespaldas. Tipos peligrosos. En cambio, cuando revisamos los negocios de su padrino, nos parecieron honrados. Es más, heredó tanto dinero, que a pesar de dedicarse a derrocharlo a manos llenas, con todo tipo de extravagancias, juergas y excesos, aún le sobraba suficiente para seguir con el mismo ritmo hasta reventar.
– ¿Cómo sabe que lo hizo él solo?
– Porque mató a todos con la misma pistola.
– Eso no quiere decir que no le ayudaran.
– Pues yo creo que lo hizo solo. Y le diré por qué, señorita. Esa casa era como un bunker y esa gente una banda criminal. Tenían sistemas de seguridad con alarmas y cámaras de vídeo acopladas a un módulo central. Eso empieza a ser normal ahora, pero no por aquellos años. Por desgracia eran sólo de vigilancia periférica y no estaban conectadas para grabar. Debió de engañarlos de alguna forma. Él solo. Nunca hubieran permitido que entraran allí dos a la vez y jamás se habrían dejado sorprender de sospechar algo. Accedió por la puerta, así que ellos le abrieron y, antes de pasarlo a la sala donde estaban los jefes, lo cachearon, seguro. Eran gente profesional y los dos jóvenes llevaban armas, aunque no les dio tiempo a disparar. A uno lo encontramos con un revólver en la mano. También el más viejo intentó usar otra pistola que debía de guardar en uno de los cajones de la mesa de despacho sobre la cual había un montón de billetes desparramados. Y eso prueba que el asesino no quería dinero, encaja con Bonaplata; su móvil era la venganza.
– Entonces, ¿cómo alguien solo pudo matar a cuatro hombres, tres de ellos armados? ¿De dónde sacó el revólver? Él no era agresivo…
– No sé ni de dónde lo sacó ni dónde lo puso.
– ¿No se suicidó de un disparo? ¿No encontraron una pistola junto a su cuerpo?
– Sí, claro.
– ¿Entonces?
– Era otra. Balística comprobó que los proyectiles que mataron a los traficantes no eran de esa arma.
– Entonces no sería él el asesino.
– Sí lo era -me miraba a los ojos, convencido-. Apuesto lo que quiera a que fue él.
– ¿Por qué se tomaría la molestia de esconder un arma y matarse con otra? Es absurdo.
– No, no lo es. Enric Bonaplata era un tipo listo. De haberse suicidado con la misma pistola hubiéramos tenido pruebas para inculparle.
Me puse a reír. ¡Qué tontería!
– ¿Pero qué le podía importar a él que le inculparan una vez muerto? -le dije irónica.
– Su herencia. Lo tenía todo previsto. Sus herederos hubieran tenido que indemnizar a los herederos de las víctimas.
Eso me dejó callada. Pues sí, tenía razón el comisario. Ése era un buen motivo. Si Enric odiaba tanto a esa gente como para matarlos, ¿por qué dejar su herencia a las familias de sus enemigos?
Castillo se me había quedado mirando con media sonrisa bajo el bigote, tenía un aspecto simpático. Repasó de nuevo mis piernas con un cierto descaro y luego me espetó, tuteándome:
– ¿Sabías que tu padrino era marica?
– ¿Marica?
– No; marica no. Más que eso, era maricón. Le miré fingiéndome escandalizada.
– ¿Pero qué dice? -aunque Luis ya me advirtió el día anterior, preferí aprovechar la locuacidad de Castillo para sonsacarle lo que supiera.
– Eso -hizo una pausa buscando, vista mi reacción, una palabra más adecuada-. Que era homosexual.
– ¡Pero si tiene un hijo!
– Eso no quiere decir nada.
– ¿Qué motivos tiene usted para decir eso? -le interrogué seria, tal como haría con un testigo en un juicio-. Explíquese.
– Cuando llamó por teléfono, después de decirme que se iba a matar, se puso a preguntarme cuántos años tenía yo y por el color de mis ojos. Como si quisiera ligar. ¿Te lo puedes creer? ¿De un individuo que está decidido a volarse la sesera?
– Eso es muy raro en alguien que se va a matar -repuse pensativa-. Por muy homosexual que fuese. ¿No cree?
– No para él -afirmó Castillo enfático-. Sí; era maricón, pero el tío tenía un par de huevos.
Interiormente le agradecí al comisario que, a pesar de su lenguaje, le dedicara a Enric el que debía de ser el mayor elogio de su repertorio. Había un tono de admiración en su voz.
Esperé a que reanudara el relato en silencio.
– Reconstruí lo ocurrido -continuó Castillo-. Calculo que se cargó a los traficantes entre seis y siete de la tarde, a las ocho y media nos llamó la esposa del más viejo, muy alterada, denunciando los crímenes. Ella acababa de llegar.
»Estoy seguro de que ese Bonaplata lo tenía todo planeado y decidió despedirse del mundo a lo grande. Después le perdimos la pista durante unas semanas en que viajó de un lado para otro, y no pareció que le importara que mis colegas encargados del caso le interrogaran varias veces, aquí en Barcelona. Estaban juntando pruebas para inculparle.
»Pero él lo sabía y se les escapó para siempre. Un día, como a veces acostumbraba, fue a comer a su restaurante preferido. Solo. Se puso ciego con sus platos favoritos y se sopló entera la botella de uno de los reservas más caros. Copa y puro.
»Después se fue a su piso del paseo de Gracia, puso música, escogió otro puro, un coñac y como ciudadano de pro que era decidió informar a la policía. Y claro, ya en ésas no pudo evitar tirarle los tejos a un jovencito como yo. Después de disimular toda la vida que era marica por esas historias de qué dirán y qué pensará la familia, ¿para qué cortarse en el último momento? Le gustaban los chicos jóvenes. ¿Sabe?
– ¿Qué, era pederasta? -ahora sí me escandalicé.
– No -repuso Castillo sonriente ante mi tono alterado-. No tenemos evidencia ni sospecha de que le interesaran los niños, pero sí chicos mayores de edad a los que les sacaba de diez a veinte años.
Me quedé aliviada y pensé un momento antes de interrogar de nuevo al comisario.
– ¿Pero por qué se mató? -deseaba evitar que relatara más detalles de la vida sexual de Enric-. Por lo que usted me ha contado, no parecía estar deprimido y disfrutaba de la vida al máximo. Además, si tan bien lo hizo todo, ya que ustedes no supieron probar su culpabilidad, jamás lo hubieran podido coger.