Выбрать главу

Volví hacia donde estaba Mike, pensativa. Así que no era un actor sorpresa de cumpleaños; era de verdad. Estaba intrigada. ¡Qué tipo tan misterioso! ¿Quién me enviaba aquello?

– ¿Abres el regalo o qué? -dijo Ruth.

– ¡Queremos ver qué es! -pidió la voz de un chico.

Y me di cuenta de que tenía aquel objeto en mis manos; lo había olvidado por completo a causa del extraño hombre de negro.

Me senté en un sofá y apoyando el paquetito en la mesa de centro de cristal quise quitar el cordel que ataba el envoltorio, sin éxito. Todos me rodeaban preguntando qué sería y quién lo enviaba. Alguien me acercó el cuchillo para el pastel, y al abrirlo me encontré con una cajita de madera oscura con un rudimentario cierre metálico. Se veía vieja.

Y adentro, alojado en una almohadilla de terciopelo verde, había un anillo de oro, con un cristal rojo granate engastado en él. Parecía muy antiguo.

– ¡Un anillo! -exclamé. Y probándomelo, vi que, aunque suelto, encajaba en mi dedo medio. Y allí lo dejé, junto a mi aro de prometida que brillaba en el dedo anular.

Todos querían verlo y fue excusa para que se repitieran los elogios sobre el tamaño del diamante del primer aro.

– Es un rubí -dijo Ruth refiriéndose al otro anillo. Ella es experta en joyas antiguas, trabaja en Sotheby's y tiene buenos conocimientos de gemología.

– Qué aspecto tan raro -comentó Mike.

– Es que antes, hace siglos, no cortaban las piedras como ahora -repuso Ruth-. El tallado era rudimentario y las gemas se pulían en forma redondeada, tal como veis en este rubí.

– ¡Qué misterioso! -exclamó Jennifer antes de desentenderse del asunto. Subió el volumen de la música y se puso a bailar. Y al ritmo de su trasero la fiesta recobró la marcha.

Mientras Mike preparaba unos combinados, me puse a observar la caja y el anillo. Y reparé en el justificante de entrega. Estaba allí, sobre la mesa de centro. Repasándolo cuidadosamente pude leer, con apuros porque el calco casi no había marcado el papeclass="underline" «Barcelona, Spain».

Y el corazón me dio un vuelco.

– ¡Barcelona! -exclamé. ¡Eran tantos los recuerdos que ese nombre me traía!

DOS

La torre, herida de fuego, desplomó su masa colosal sobre los infelices de abajo con un rugido estremecedor. La gente huía. Una nube de polvo y ceniza, cual viento de desierto cargado de arena, avanzaba penetrando por las calles, cubriéndolo todo con una capa blancuzca.

Di una vuelta en la cama. ¡Dios, qué angustia! De nuevo volvía el recuerdo de aquella mañana aciaga en la que las más altas torres cayeron…

No pasa nada, me dije, eso ocurrió hace meses; estoy en mi cama. Tranquila, tranquila. Después de mi fiesta de cumpleaños, Mike se había quedado a dormir conmigo y yo notaba su agradable calor junto a mí; respirando pausado, satisfecho, relajado. Acaricié su espalda, ancha, fuerte. Y abrazándole me sosegué. Nuestros cuerpos descansaban desnudos bajo las sábanas; a pesar de lo intenso de la pasión, él había tenido suficientes fuerzas para decirme que me continuaba amando después de amarme, y fue capaz de soltar unos requiebros antes de quedarse dormido como un tronco. Y yo también, rendida por un día tan intenso, fui presa de un sueño dulce, creo, hasta que llegaron esas imágenes de angustia.

Miré el despertador. Eran las cuatro y media de la madrugada del domingo; tenía mucho tiempo para dormir.

Cerré los ojos, ya tranquila, pero me encontré de nuevo con la trágica visión del derrumbe, de los escombros, del pánico de las gentes.

El sueño había cambiado. Ya no ocurría en Nueva York. No era el desplome de las Torres Gemelas. Era algo distinto y las imágenes y sonidos de aquello venían a mí sin que yo pudiera evitarlo.

La gente gritaba. El derribo de las torres había abierto una brecha y hombres portando espadas, lanzas y ballestas, protegidos con cascos de hierro, cotas de malla y escudos, se apresuraban, a través de la polvareda, hacia el boquete de la muralla, animándose unos a otros. Se hundieron en la bruma sucia, en el estruendo, y jamás regresaron. Al poco la neblina vomitó una horda de guerreros aulladores. Eran musulmanes y blandían alfanjes sangrientos. Aun con espada al cinto, yo era incapaz de luchar; notaba mis fuerzas huyendo junto a la sangre de mis heridas abiertas. No podía blandir armas, ni siquiera levantar mi brazo, y me afané en busca de protección. Miré mi mano y allí, en ese sueño, con su rojo profundo estaba el anillo de rubí.

Mujeres, niños y viejos, acarreando fardos, algunos con caballerías, otros con cabras y ovejas, corrían hacia el mar. Los chiquillos lloraban aterrorizados y las lágrimas se deslizaban formando canales por sus caritas sucias de polvo. Los mayores seguían a sus madres y éstas llevaban de la mano, o en brazos, a los más pequeños. Al cargar los asaltantes, acuchillando a los fugitivos, llegó el pánico. La turba chillaba, abandonaba sus pertenencias, algunos dejaban a sus hijos, sólo querían escapar. Sin saber adónde. Era terrible. Sentí una gran pena por ellos, pero no les podía socorrer. ¿Qué sería de los niños sin madres? Quizá salvaran la vida como esclavos. Unos grandes portones de madera, reforzados con metal, se iban cerrando. Detrás había protección, pero la tropa, espada desenvainada, mantenía la multitud a raya; sólo franqueaba la entrada a algunos. Los que se hacinaban fuera empezaron a implorar a voces. Había empujones, llantos, súplicas, insultos. Los guardianes gritaban que se apartaran, que se fueran, que salieran hacia el puerto. Y cuando la muchedumbre amontonada quiso forzar el paso, los de la entrada empezaron a dar tajos a los más cercanos. Pobres infelices, ¡cómo bramaban su dolor y miedo! Se abrió un claro y vi el acceso ya casi cerrado. Me desangraba y temí morir allí, entre el gentío desesperado. Trastabillando me lancé hacia las espadas de los soldados. ¡Debía cruzar esa puerta!

Me incorporé en la cama de un salto. Jadeaba y tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Qué angustia! Más aún que la que sentí cuando el atentado de las Torres Gemelas. El sueño era para mí más real, incluso, que lo ocurrido el 11 de septiembre. No espero que podáis entender eso, pues yo no lo entiendo del todo aún hoy.

Pero una imagen final me quedó grabada. El hombre que mandaba a los sicarios de la puerta vestía de blanco y lucía en su pecho la misma cruz roja que estaba pintada en la pared de la fortaleza. Esa cruz… me recordaba algo.

Me giré hacia Mike en busca de amparo. Ahora estaba boca arriba y continuaba durmiendo feliz, con cara angelical y media sonrisa en la faz. Seguro que sus sueños y los míos eran muy distintos. Yo no podía compartir su paz; esa sortija, no la suya, sino la otra, me tenía inquieta.

Antes dije que estaba desnuda. No del todo. Lucía en mi mano los dos anillos. No estaba habituada a dormir con joyas, pero al acostarme no me quité el aro del puro diamante, símbolo de nuestro amor, de mi promesa, de mi nueva vida. Aún no sé por qué también yacía en la cama con el otro anillo. Ése, el de mi pesadilla. ¿Tanto me obsesionaba esa sortija para que se me apareciera en ese sueño trágico?