– No es marfil, cariño.
– ¿Qué es?
– Es hueso.
– ¿Hueso?
– Sí. Hueso humano.
– ¿Qué?
Volvió a reír.
– No te asustes. La pieza blanca tallada en la base del anillo es parte de un hueso humano.
Miré la sortija con aprensión. No me hacía ninguna gracia llevar en mi dedo un trozo de cadáver. Pensé que quizá esa mujer me estuviera tomando el pelo, riéndose de una crédula turista americana contándole historias viejas de fantasmas.
– Es una reliquia -añadió-. ¿Has oído hablar de reliquias?
– Bueno, algo he oído, pero yo nunca…
– Hoy en día han perdido popularidad. Pero fueron de una importancia capital en la Edad Media y prácticamente hasta hace pocos años. Son restos mortales de santos. Antes se montaban incluso en espadas y se construían fabulosas piezas de orfebrería para mejor guardar esos santos despojos. Aún hoy se veneran reliquias en muchas iglesias. No sabemos a qué santo pertenecía la reliquia del anillo. Quizá fuera de un héroe templario que murió mártir defendiendo la fe.
– ¿Templario?
– ¿Tampoco has oído hablar de los templarios? -Alicia abrió sus ojos como asombrada. En ellos se reflejaba la luz de las velas de la mesa y le daba un aspecto misterioso, de hechicera.
– Bueno yo… algo he oído -pensé que con ella no podría hacerme la lista como con Luis y que sería mejor escuchar lo que iba a decir.
– Pues eran unos frailes que aparte de los votos de obediencia, castidad y pobreza, hacían el de defender la fe cristiana por la fuerza de las armas. Se agrupaban en órdenes y cada orden tenía varias jerarquías y un jefe supremo: el Gran Maestre. Aparte de los del Temple, estaban las órdenes del Hospital, del Santo Sepulcro, los Teutones, y luego, al extinguirse los templarios, surgieron multitud. No te voy a contar más porque presiento que te vas a convertir en pocos días en una experta sobre ellos. Éste es uno de los símbolos templarios -y proyectó de nuevo la cruz sobre el mantel-. Se dice que tu anillo perteneció al Gran Maestre. Poseerlo representa una gran responsabilidad, cariño.
– ¿Por qué?
– Porque hay que ser digna de él. Da una gran autoridad moral, y tú eres la primera propietaria femenina en la historia.
Me quedé mirándola sin saber qué responder; aquella sortija me llevaba de sorpresa en sorpresa. Alicia me cogió la mano y la acarició. Noté una extraña mezcla de atracción-repulsión y cómo se me erizaba el vello; alarmada me dije que aquella mujer era maestra en seducciones. Después, con ternura, lentamente, colocó el anillo en mi dedo. Volvió a acariciar mi mano mientras decía con su voz profunda:
– Si es tuyo debe de ser porque lo mereces -hizo una pausa-. No sabes cuánto te envidio, cariño.
Aquella noche me costó dormir. Era una bonita habitación con amplio ventanal sobre la ciudad y decorada con hermosos muebles de época. A pesar de disfrutar de la conversación de mi anfitriona, quise terminar pronto la velada y al llegar a mi cámara cerré con pestillo. Agradecí que lo hubiera. ¡Qué extraña mujer esa Alicia! Estaba inquieta. ¿Dónde estaría Oriol? Miraba mi anillo con aprensión. ¡Vaya historia la de la reliquia! No me hacía gracia alguna. La piedra brillaba mortecina a la luz de la lámpara, como si durmiera. ¿Qué me depararía el día siguiente? Le vería a él. En el notario. ¿Y esa herencia? ¿Una última broma de Enric? Me puse mi pijama, pero estaba demasiado inquieta para acostarme. Apagué las luces y abrí la ventana. Una brisa fresca, aunque agradable, me dio la bienvenida. La noche. Otra vez la noche y la ciudad. La veía de lejos y oía el rumor de un automóvil desde el cercano paseo y el chirrido de algún vehículo a demasiada velocidad, allí abajo, entre las calles. Luego, silencio.
QUINCE
No hay ansiedad que adelante acontecimientos deseados, ni impaciencia que haga que el reloj avance más rápido, sino que al contrario, a veces te hace creer que está parado o que anda al revés. Lo cierto es que el momento llega a su momento y lo que tiene que madurar madura o se queda verde… para siempre, o esto, o lo otro y bla, bla, bla… y a veces cuando me pongo nerviosa tiendo a parlotear. Dada mi profesión de abogada, voy aprendiendo a controlarme, pero en un día como aquél, sentada en el taxi, no podía evitar que mi yo interior charlara compulsivo con ese otro yo, que tampoco dejaba de cotorrear y que no sé de dónde diablos sale cuando estoy tan tensa.
El caso es que al fin iba a encontrarme con él.
No conseguí dormir bien aquella noche. Tan pronto pensaba en lo que debió de sentir Enric en sus últimas horas o en qué pudo hacer esos días que el comisario Castillo no había logrado reconstruir, o que Alicia estuvo demasiado cariñosa, con esas caricias de alguien que sabe bien cómo dar placer, o en el estremecimiento de saber que en mi anillo había restos humanos, o qué depararía esa misteriosa herencia de la mañana siguiente y que al fin vería a Oriol.
Y volvía a empezar. Me preguntaba cómo reaccionaría Oriol al encontrarnos, qué relación tendría esa herencia leída trece años después de la muerte de Enric con el asesinato de esos hombres en Sarriá, me decía que quizá fue una equivocación aceptar la invitación de Alicia, y veía brillar ese rubí de sangre. En sueños, medio dormitando, llegué a obsesionarme pensando que la piedra quería advertirme de algo.
Y acto seguido el carrusel de imágenes y pensamientos empezaba a girar de nuevo.
Algo sí pude dormir, pero es difícil precisar cuánto, lo cierto es que por la mañana necesité recurrir al maquillaje para disimular un poco mis ojeras.
Llegué en taxi a la dirección del notario. Alicia me dijo: «Te acompañaría con gusto pero no creo que me esperen a mí». Y así, con esa facilidad, se liberó de su ofrecimiento del día anterior.
Al llegar a la puerta faltaban veinte minutos para la hora de la cita y me dije que más que café me convenía tila, pero aun así entré en un bar y pedí un expreso y un cruasán. El café olía fenomenal y el cruasán no era de esos barnizados sino que tenía los cuernos tostaditos y eso me recordaba, con placer nostálgico, a las llamadas granjas, esas cafeterías de desayuno y merienda de un estilo que sólo he visto en Barcelona, y a su chocolate a la taza espeso y amargo.
Faltaban cinco minutos para la hora cuando subí al despacho situado en la planta principal del inmueble.
El edificio era de esos antiguos, lleno de flores y bellas volutas esculpidas en piedra y paredes interiores decoradas con motivos vegetales. La puerta de la notaría, de rica madera trabajada a cincel y guarnecida con una hermosa mirilla y otros adornos de metal bruñido, no desmerecía en nada el arte del resto del inmueble.
– El señor notario la está esperando -dijo la secretaria cincuentona que vino a abrir, y me sorprendió. Los notarios casi siempre se hacen esperar.
La mujer me llevó hasta un despacho luminoso, de techos altos, con dos grandes ventanales que daban a la calle. La madera de roble calzaba el suelo y la mitad de la pared.