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Él miró al techo y pareció pensar. Luego su cara se iluminó con esa sonrisa, la de cuando era niño, la que me enamoraba. Parecía como si el sol saliera de entre nubarrones.

– No voy a dejar que os divirtáis solos -y levantó la barbilla con arrogancia traviesa-. Además, nunca lo conseguiríais sin mí. Yo también juego.

Yo casi salto de alegría, miré a Luis, se le había pasado el enfado y también sonreía. Era como regresar a la infancia, jugar de nuevo con Enric. Sólo que él ya no estaba con nosotros. ¿O quizá sí?

– ¡Bravo! -exclamó Luis levantando su mano para palmear las nuestras-. ¡A por esa fortuna!

De pronto la expresión de Oriol se ensombreció cuando dijo:

– No sé, pero siento algo extraño -tragó saliva-. Quizá no sea tan buena idea.

Hizo que desaparecieran las sonrisas y yo pensé que quizá supiera algo que los demás ignorábamos. ¿Qué razones tendría para esa reserva? ¿Qué le habría dicho su padre en esa carta póstuma?

DIECIOCHO

Esa noche, otra vez, tuve dificultades para conciliar el sueño dándole vueltas a aquel galimatías. Me senté en la oscuridad a contemplar las luces de una Barcelona que, a pesar de haber superado las cuatro de la madrugada, parecía bastante menos dormida que la noche anterior. Claro, era viernes. Habíamos salido los tres a cenar y después fuimos a tomar unas copas al local de moda. Luis se metía conmigo, actuaba como el gallito del corral. Y yo se suponía que debía de ser la gallina. Me piropeaba, usando un doble lenguaje cuya connotación sexual iba creciendo conforme las copas caían. Sus elogios no me molestaban, me hacía reír. No quise frenarlo para ver cómo reaccionaba Oriol. Éste observaba a su primo divertido y de cuando en cuando añadía alguna observación positiva sobre mi persona. ¿Por qué las mismas palabras en su boca me sonaban mucho mejor que cuando Luis las pronunciaba? Y sus ojos. Sus ojos azules brillaban en la penumbra del local. No elevaba la voz como su primo, así que cada vez que él decía algo yo, para poder oírlo por encima del barullo, me acercaba dejando casi de respirar. Al principio me divirtió el jueguecito, pero me quedé con esa impresión de que Luis actuaba de gallito, yo de gallina… y Oriol de capón. Y eso me deprimía, así que no quise prolongar demasiado la velada para llamar a Nueva York a una hora razonable.

Mi madre puso el grito en el cielo. Que ya me había dicho que eso era una trampa, que seguro que lo del tesoro era invención de alguien para atraerme a Barcelona. ¡Cómo podía tirar por la borda mi excepcional carrera de abogada tomándome ahora un año sabático! Era igual si sólo se trataba de un mes o dos. Lo estropeaba todo.

¡Alicia! ¡Seguro que esa bruja tenía la culpa! ¡Que ni me acercara a ella! ¡Y que no! Ya me podía olvidar de eso; bajo ningún concepto ella me enviaba la tabla de la Virgen tal como yo pedía. Que regresara, por favor, que ese asunto no le gustaba. ¡Ah! ¿Y Mike? ¿Qué iba a ocurrir con Mike?

Yo le razoné que era una aventura maravillosa de esas que la mayor parte de la gente desea, pero jamás disfruta en sus vidas, que se tranquilizara, que Mike lo entendería, y también los del bufete. Y que si no lo aceptaban, yo era capaz de encontrar un trabajo mejor a mi regreso.

– ¿Pero es que no lo comprendes, Cristina? -me dijo-. Si te quedas ahora, no volverás nunca -sollozaba.

Hice lo que pude por tranquilizarla. Por lo general, mi madre es una señora muy comedida. ¿Por qué esos excesos? ¿Qué le ocurría?

Mike fue mucho más razonable.

– Está bien, reconozco que suena como una aventura de las de Indiana Jones -argumentaba-, pero ¿no será que a alguien se le han fundido los plomos? ¿Un tesoro? Eso es muy excitante, pero lo de encontrar tesoros no ocurre en la vida real. Bueno, en la bolsa y en los casinos quizá… pero sólo es para profesionales.

»Si deseas quedarte unos días más, hazlo, pero que sea un número que acordemos de inicio. ¿Qué quieres? Un par de semanas, un mes… pero luego se acabó. Recuerda que estamos prometidos y no hemos fijado aún fecha de boda.

– ¡Sí, señor! -cuando Mike se ponía a razonar, negociando los términos adecuados, era una máquina de lógica irrefutable-. Tiene sentido. Trato hecho. Tan pronto regrese decidiremos fecha. ¿De acuerdo?

– Sí. De acuerdo -respondió cauto-. Pero no me has dicho cuánto tiempo te quedas.

– Porque aún no lo puedo precisar… menos de un mes. Seguro -afirmé enfáticamente.

– Pero ¿no habíamos quedado en fijar un tiempo preciso? -parecía que se enfadaba.

– Sí, claro que sí -me apresuré a darle la razón-. Pero para saber el tiempo que necesito, necesito tiempo…

La línea quedó en silencio. Me preguntaba si Mike estaría teniendo dificultades al digerir el juego de palabras que me había salido, él es muy de números, o quizá simplemente se estaba enfureciendo.

– ¿Cariño? -inquirí al rato-. ¿Estás ahí?

– Sí, pero esto no me gusta -gruñó-. Quiero saber cuánto jodido tiempo mi prometida se va a quedar del otro lado del océano. ¿Capici? -a veces Mike trata de soltar una palabra en español y le sale italiano del Bronx.

Eso y otras cosas meditaba yo a las cuatro de la mañana, contemplando las luces lejanas de la ciudad a través de la oscuridad del jardín y sintiendo que sólo una pared me separaba de él, de Oriol.

Entendía que a Mike le desagradara que no le diera fecha para mi regreso. Pero pensaba que podría mantenerlo razonablemente bajo control. Y el lunes iba a hablar con mi jefe en el bufete. Pediría excedencia. Quizá no garantizaran el puesto a mi regreso, pero yo tenía una cierta reputación y, a mi edad, el trabajo no sería problema. Eso no me preocupaba.

María del Mar. Ella sí era un problema. Mi madre se negaba a enviarme la tabla y yo sabía que no lo iba a hacer así se hundiera el mundo; en algunas cosas nos parecemos. Tendría que ir yo personalmente a Nueva York en su búsqueda. ¡Diablos! ¡La tabla era mía! No le estaba pidiendo que me dejara nada de su propiedad.

Pero era su actitud lo que me inquietaba. No es que ella sea excesivamente equilibrada en su personalidad, aunque soterradas, sus fuertes emociones se lo impiden, pero hacía mucho tiempo que no la recordaba tan alterada como cuando le dije que me quedaba.

Alicia. Había algo muy personal entre ella y Alicia. ¡Y yo que le había hecho creer que la llamaba desde el hotel! No quería imaginar cómo se pondría cuando se enterara de que me alojaba en casa de la madre de Oriol. Seguro que algo había ocurrido entre ellas, algo que mi madre jamás me contó y que no tenía intención de hacer. Claro, eso era antes, ahora quizá no le quedara más remedio que abrir el cofre de sus secretos. Tenía que encontrar un buen argumento para que me enviara la tabla. Si no, iría a buscarla, por sorpresa, sin darle tiempo a que la escondiera… Dándole vueltas a eso debí de quedarme dormida.

Cuando desperté el sol penetraba, intruso, en pequeños puntos de luz a través de las rendijas de la persiana que la cortina descubría.